Shonda Rhimes acaba de estrenar su primera serie para Netflix. Ese debería ser el titular que deje la adictiva Los Bridgerton. No será así. Cuando el año pasado se anunció el reparto de la adaptación de las novelas románticas de Julia Quinn hubo numerosas quejas al descubrir que el héroe de la historia, el duque de Hastings, estaría interpretado por un actor racializado llamado Regé-Jean Page. “¿Un negro con poder en la Inglaterra del Periodo de la Regencia?”, se preguntaron algunos. “El duque necesita a un actor que tenga los ojos azules”, se lamentaban otros en el mayor eufemismo del año.
No salimos a las calles cuando María Antonieta vestía Converse en la cortes de Versalles en la fascinante revisión del personaje de Sofia Coppola. Tampoco hubo demasiadas quejas en las redes cuando The Great, la estupenda serie histórica de Starzplay, avisaba en su cabecera que su reconstrucción del reinado de Pedro III de Rusia y Catalina la Grande no iba a ser ni mucho menos verídica. No pasa nada: tenemos cien años de películas donde las historias son realistas. Y blancas. No van a desaparecer porque ahora se mire al pasado de otra forma. Pero la raza siempre parece ser la frontera sobre la que se dibujan las líneas rojas. Hace poco más de una semana saltó la polémica cuando el Channel 5 británico anunció que la actriz Jodie Turner-Smith (Queen & Slim) sería Ana Bolena en una nueva miniserie sobre los últimos meses de vida de la reina.
En Los Bridgerton no solo hay un duque negro: también tenemos una reina racializada. Sobre el papel puede que los apasionados de la historia tengan razones para echarse las manos a la cabeza. Sin embargo, la nueva apuesta estrella de Netflix no es una ficción histórica, sino una serie de época. Velvet tampoco era una historia sobre la dictadura por mucho que estuviera ambientada en los años del franquismo. La época en la serie de Shondaland no es más que una ambientación que da un barniz de lujo a una historia que solo es y pretende ser una fantasía romántica.
Desde los orígenes de la comedia romántica el género ha estado lleno de licencias narrativas porque lo importante de estas historias es el qué (el enamoramiento) y no el cómo (el entorno socioeconómico de sus protagonistas). Viendo Friends y Sexo en Nueva York nadie puso pegas cuando Monica y Carrie vivían en el piso de sus sueños gracias a un ventajoso alquiler de renta antigua que en la vida real no hubieran podido pagar jamás. Queremos creer que el amor entre la prostituta Vivian y el empresario millonario Edward puede tener un final feliz en Pretty Woman. Ignoramos que más de la mitad de las bodas acaba en divorcio cuando vemos una comedia romántica. Es lo que deberíamos hacer: estamos viendo romances que dibujan un mundo de fantasía, no una película de los hermanos Dardenne o Ken Loach.
Lo siento por el spoiler: la batalla contra la diversidad es una guerra perdida. Puedes rabiar cuanto quieras, pero después de un siglo en el que el cine y la televisión han estado controlados exclusivamente por el mismo perfil de creativos, estamos viviendo un punto de inflexión en el que todo el mundo tiene el derecho y las posibilidades de contar su historia. Estar en el lado correcto de esta cuestión es una elección. Lo que no se puede hacer es pretender que Shonda Rhimes -una de las grandes responsables de la revolución de la diversidad racial y sexual del siglo XXI en la cultura mainstream gracias a Anatomía de Grey y sus series con protagonistas negras, complejas y poderosas como Scandal y Cómo defender a un asesino- te dé la razón.
Nos remitimos a Viola Davis en la inolvidable escena de Criadas y señoras donde pone en su sitio a una racista Bryce Dallas Howard: "¿no está cansada, señora Hilly?".
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