El cine de Paolo Sorrentino huye constantemente de la realidad. El director italiano ha creado un mundo en el que la vida pasa por su filtro personal, esteta y exagerado, en un estilo que muchos han compradao -y él ha rechazado hasta la saciedad- con el de Fellini. Eso ha hecho que en ocasiones a su cine le pese demasiado ese gusto por lo visual y se olvide de la emoción. Precisamente emoción es lo que ha encontrado en Fue la mano de Dios, su última película, producida por Netflix -que la estrena este miércoles 15 de diciembre en su plataforma- y con la que ganó el León de Plata de Venecia.
Aunque en un momento de la película se escucha literalmente que, “la realidad es terrible”, Fue la mano de Dios es donde Sorrentino ha estado más cerca de la realidad. Porque el director se ha abierto en canal para realizar su filme más personal hasta la fecha. La historia que cuenta es la suya, aunque su protagonista tenga otro nombre. Un adolescente que pierde a sus padres y que salva su vida gracias a ir a un partido de su ídolo, Maradona. Un chaval que debido a esa tragedia cambia su destino y descubre que lo que quiere es contar historias, y hacerlo desde su particular mirada.
Es curioso que en su cinta más íntima sea donde el director haya dado un paso atrás en lo estético. Es su obra más austera, más contenida. Sus arrebatos visuales se cuentan con los dedos de una mano, y quizás por eso entren mejor. Rompen una narración más convencional, aunque siempre con el punto idealizado del recuerdo. Del director que recuerda a sus padres, su paso a la madurez, la pérdida de su virginidad -en una escena que podría haber sido sórdida y que resulta hermosa y triste a la vez-.
Fue la mano de Dios es la película más bella y emotiva -quizás también la mejor- de Sorrentino, porque ese paso atrás estético deja hueco para la verdad. Para una emoción que en otras ocasiones sólo venía de un síndrome de Stendahl y que aquí viene provocada por los personajes. Por esos padres y una relación de amor hermosa, llena de detalles como ese silbido. Por ese chaval que se enfrenta al duelo, por esa familia que vibra con el gol de Maradona con la mano en el mundial del 86 y que lo considera un acto político, una venganza por Las Malvinas.
Sorrentino consigue escenas que tocan el corazón. De las más hermosas de su carrera, como ese encuentro final con el director de cine o el momento en el que la hermana sale del cuarto de baño. Está llena de detalles. A veces pierde el foco, le pueden sus excesos, su vena machirula, especialmente en una escena inicial que merecía una reescritura por lo menos. Pero es su película más auténtica, en la que por fin vemos al director de verdad, no en su pose autoral.
También una carta de amor a su Nápoles natal, ciudad donde ocurre todo aunque para él no ocurra nada. Una ciudad de contrastes, donde lo bello convive con la mafia y donde la gente agita banderas argentinas emocionados con un futbolista como si fuera un dios. Para Sorrentino lo es, y se nota. Con unas palabras de Maradona comienza una película que confirma el increíble nivel de la Sección Oficial de Venecia y el ojo de Netflix para producir, que ha traído al certamen dos películas tan diferentes como El poder del perro y esta. Dos éxitos para la plataforma, que le come el terreno a las majors a la hora de producir cine de autor y adulto.
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