Es curioso como la realidad cambia cómo se puede percibir una ficción. Lo que vivimos, lo que experimentamos, marca nuestra reacción a las historias que se nos cuentan. Después de dos años de pandemia en el que nos tuvimos que meter en casa de forma obligatoria porque un virus amenazaba si salíamos al exterior, después de que nuestra salud mental se pusiera en jaque y cambiáramos nuestra forma de entender la vida, una película como El páramo se experimenta de otra forma. Y por eso, se encuentra entre la lista de películas de Netflix que se estrenan proximamente.
El debut de David Casademunt en la dirección llevaba mucho tiempo pergeñándose, pero ha sido ahora cuando se ha estrenado de la mano de Netflix, y el momento no podía parecer más oportuno, porque al final de lo que habla el realizador es de los miedos, de la soledad, de la fragilidad de la mente y de cómo todo cambia cuando se tensa la cuerda. El páramo tiene los mimbres de un cuento de terror, el de una familia en la España del siglo XIX que vive aislada para evitar sufrir en sus carnes la violencia que asola el país. No pueden salir de los límites marcados porque una bestia les amenaza.
Un punto de partida que tiene mucho que ver con otros filmes como El bosque, un título con varios puntos en común pero cuya tesis era diferente. Si bien en el filme de Shyamalan se hablaba del miedo como elemento contrario al progreso. La represión como forma conservadora de forjar la voluntad del pueblo, aquí se habla de la imposibilidad de escapar a lo que ocurre fuera de tus cuatro paredes. El páramo habla de cómo la violencia de un país impregna todo y a todos y se cuela en cada resquicio. También los modelos de masculinidad, con ese niño protagonista cuyo viaje transcurre desde su incapacidad de matar a un conejo ante la mirada recriminadora de su padre, hasta que enfunda un arma por primera vez. Nada escapa a la masculinidad tóxica y a la violencia que se han heredado y transmitido como un virus en nuestro país.
El Páramo es una pieza de cámara, con sólo un escenario y tres personajes. Casademunt construye un sólido filme de terror aprovechando todos los recursos que le otorga esa casa de campo y ese secarral. La naturaleza, las tradiciones, la violencia implícita en las labores del campo, todo se usa para crear un ambiente amenazante, pero los propios límites de la propuesta hacen que uno llegue a la resolución pidiendo la hora, con la necesidad de que todo lo que quería contar ya estaba en la palestra.
Casademunt fia todo a su punto de vista, y es de agradecer que se muestre rígido. Nunca abandonamos la mirada del niño protagonista, y eso hace que sean sus propios miedos los que se intentan trasladar. El miedo a la oscuridad, a los ruidos o a una madre que va perdiendo la cabeza ante la ausencia. Un punto de vista que le permite no mostrar a ‘La bestia’ en todo el metraje. Sólo en una última escena donde se materializa, una decisión que rompe parte del encanto de su propuesta de sólo sugerir y nunca mostrar. Cuando uno hace explícito lo que hasta ese momento era sugerido, suele perder fuerza, y aquí ocurre.
El Páramo elabora tensión gracias a una excelente fotografía, un cuidado diseño de sonido, y la capacidad del director para crear escenas donde lo que da miedo es lo que está fuera de cámara, como en la que el protagonista queda enterrado bajo una sábana mientras escucha a su madre, o cuando este mismo sube por una chimenea sin que el espectador vea lo que ocurre dentro. Ahí el filme demuestra inteligencia para escapar de lugares comunes. Cuando cae en ellos es cuando uno le ve las costuras, como en las subidas de volumen para asustar. Casademunt los compensa con una elegancia en su puesta en escena y sacando lo mejor de sus dos protagonistas, una Inma Cuesta que demuestra que no hay género que se le resista, y Asier Flores, al que habíamos visto en Dolor y Gloria y que aguanta todo el filme sobre sus hombros sin despeinarse.
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