No llevábamos sentados ni media hora en el aula magna cuando vi bajar por los peldaños entre las dos bancadas a mi amigo Ruperto. Advertí que salió por la puerta entregando antes su examen. Seguramente, no le habría dado tiempo a preparar una prueba tan extensa, teniendo en cuenta además sus problemas de alergia.
Seguí concentrado en el folio que tenía delante con las cinco preguntas que nos había dictado el profesor de derecho penal. Tres de ellas me las sabía; una, regular; de la última, solo una leve idea. Teníamos hora y media en total, ni un minuto más.
Éramos más de cien alumnos de segundo de derecho en el aula magna, la clase más grande de la facultad en la antigua Fábrica de Tabacos. Sus techos eran muy altos y a la derecha se erigía un gran ventanal de vidrios en forma de cuadrícula por donde la luz natural irrumpía generosamente. Me gustaba sentarme a mitad de la clase en un ancho pupitre de madera oscura a ser posible dando al pasillo. La sala estaba en pendiente y al fondo había un gran mural con una pizarra verde que cubría buena parte del mismo y junto a ésta, el estrado con la mesa del profesor.
En ese amplio tablón estaba Don Abelardo observándonos a distancia excepto cuando paseaba por las gradas vigilando la labor de sus alumnos a la vez que sus ayudantes se movían sigilosamente por los pasillos laterales quizás para sorprender a algunos de los examinados copiando de una chuleta más o menos sofisticada. Siempre pensaba en esos momentos de inquietud que no me hubiese importado cambiarme por esos colaboradores del departamento que se entretenían ese sábado rondando primero y recogiendo los exámenes después antes de la opípara comida con el catedrático.
El tiempo iba pasando y con cuatro respuestas un tanto aceptables y una en la que sólo pude escribir dos párrafos, me dispuse a emplear los últimos minutos a repasar y corregir ortográficamente mi trabajo pues siempre he entendido que esas últimas comprobaciones son fundamentales.
Bajé hacia la mesa de Don Abelardo y le entregué los tres folios que había cumplimentado por ambas carillas. Me sonrió cortésmente elevando su tupido bigote destacando su elegante figura envuelto en su traje gris marengo. Muy desahogado y sin apenas tensión ya, me dirigí al mismo tiempo que otros compañeros de clase hacia la puerta de salida con sus dos altas y amplias hojas abiertas de par en par.
Cuando iba a girar hacia la derecha pensando ya en una caña de cerveza, me encontré con cara de circunstancias a Ruperto ¿Qué hacía allí todavía? ¿Me esperaba para unirse a la ronda? Percibí nerviosismo en su rostro y medio asomado al aula, no paraba de mirar hacia donde se encontraban los profesores atendiendo a los estudiantes que entregaban su examen formando ya un buen tumulto.
Me hizo un gesto para que no hablase y me aparté a un lado quedándome allí con gran curiosidad sin saber a qué se debía esa guardia en la puerta. En ese momento, reparé en que llevaba en su mano derecha unas hojas y pensé… ¡No podía ser! ¿Otra vez? Y antes de que pudiese llegar a una conclusión, mi amigo Ruperto se introdujo velozmente en la dependencia casi estrellándose con los compañeros que abandonaban la sala.
Entonces comprendí por qué Ruperto Hacendoso había desertado tan tempranamente ¿Pero acaso haber depositado al inicio otro examen no era un inconveniente para esa segunda entrega? ¡No! ¡Es un cambiazo! Dijo sin ruborizarse mi amigo jerezano.
Cuando iba haciéndome a la idea de lo que acababa de presenciar, me ilustró mi atrevido colega:
-Anoté las preguntas en un folio y las introduje en el bolsillo. Con tiempo de sobra para contestarlas, entré en la biblioteca y una a una las fui del libro copiando con algún ligero cambio. Luego esperé tranquilamente con mi examen cumplimentado cerca del aulario y en el alboroto aprovechando que el profesor Lucendo está medio ciego hice el canje.
-¿Pero y los vigilantes?
-Uno había a su lado y casi me pilla asustado.
-¿No te da pánico?
-La segunda vez es más fácil que la primera. Esta vez sobresaliente en vez de notable.
Recordé de nuevo esta escena de aquellos días inolvidables en la antigua Facultad de Derecho cuando ayer visité esos amplios pasillos donde aún parece resonar el murmullo de unos estudiantes que construíamos nuestro futuro y pensábamos en un horizonte ilusionante.
Evoqué esos momentos bajando la escalera de mármol rojo en unos instantes en los que parece haberse parado el tiempo de unos días eternos en los que la primavera a punto de visitarnos nos mostraba lo mejor de nosotros mismos.