A unos días de partir hacia Nueva York vuelve a mi memoria esa primera noche con un escenario mágico ante mí. Cuando todos dormían, yo permanecía tumbado en un cómodo sillón frente al skyline nocturno de Manhattan, una leve silueta dibujada por las lucecitas que titilaban en los rascacielos al otro lado de Central Park.
A mi derecha el majestuoso lado sur del parque con el Essex House Hotel y el Hotel Plaza, más iluminado por la cercanía. Bajo el gran ventanal de suelo a techo, los jardines con algunas farolas encendidas que apenas dejaban atisbar las copas de los árboles. Eran poco más de las tres de la madrugada y el jet lag no me permitía dormir, así que continué con mis pies apoyados en el puff contemplando la inmensidad de la noche con su cielo estrellado.
Nunca se sabe cuándo van a llegar esos momentos en los que uno se encuentra a sí mismo y piensa en ese instante en lo que realmente importa. Recostado plácidamente allí, con una semana para recorrer la isla, quedaban pocas horas para descubrir la gran ciudad. Pronto tornó el azul de la noche en una bóveda celeste y anaranjada cuando estaba a punto de calzarme mis zapatillas y correr rodeando el gran lago del parque.
Caminé por la cómoda moqueta hacia el salón dormitorio donde descansaban plácidamente mis hijos acurrucados bajo una cálida manta y me acerqué hacia el ventanal derecho divisando el rótulo de neón rojo de la CNN entre Broadway y la octava avenida con los altos edificios aún encendidos saludando el nuevo día en la ciudad que nunca duerme.
Era una sensación distinta: había imaginado que conocía Nueva York por tantas películas con sus rascacielos y calles animadas, sus puentes, sus luces de neón, y ahora allí desde la planta diecisiete del Trump International me sentía como si formara ya parte de la ciudad, como si la gran manzana me hubiese acogido mucho antes.
Hoy vuelven a mi mente esas estrellitas flotando en un cielo azul claro en medio de una noche prometedora pensando en mi paseo matutino por Park Avenue como aquel día soleado en el que mientras más pretendía alcanzar la gran torre de Met Life, la antigua Pan Am, más lejos parecía estar.
Los altos edificios acristalados a un lado y otro dejaron entrever por fin el Waldorf Astoria haciendo que me trasladara a aquella biografía de los Kennedy en la que se contaba que el patriarca Joseph tenía ahí su apartamento de lujo para cuando visitaba la capital.
También recuerdo la primera vez que caminábamos juntos los cuatro por la Quinta Avenida tras visitar bajo el suelo la tienda de Apple y sorprendernos con el alboroto y trasiego de tantos transeúntes en las anchas aceras, camino del Empire State adentrándonos antes en la catedral de Saint Patrick y la biblioteca pública. Desde lo más alto del mítico rascacielos uno se siente dueño de la gran manzana.
Estos días he pensado que en esta nueva visita comeré en el River Café para disfrutar de las vistas de Wall Street resguardados por el Puente de Brooklyn y tomar un cocktail en su barra frecuentada por típicos neoyorkinos mientras los ferrys pasan enfrente dejando su estela. Después pasearemos por el barrio de los escritores que acoge mansiones de autores como Paul Auster.
Y veremos el atardecer girando a la vez que el restaurante del Marriott en Time Square para observar los cuatro confines de Nueva York antes de ponerse el sol, desde el East River hasta el Hudson River y más allá, New Jersey, Queen, Bronx y Harleen.
Ya han pasado ocho años desde mi última estancia en NYC y vuelvo allí acompañando a los alumnos de IURIS-Universidad Rey Juan Carlos. Otra vez trotando en Central Park recordaré mi ciudad divisando la silueta neoyorkina constatando que los años pasan pero nosotros seguimos siendo los mismos, llenos de ilusiones y con muchos buenos momentos aún por vivir. Es la ciudad de los sueños, de los deseos que se hacen realidad.