Oír “Miguel de Mañara” es mucho más que recordar a aquel venerable de Sevilla, vividor primero y medio santo después. Es recordar los mejores años de mi vida en aquel edificio que me acogió desde los catorce a los dieciocho años con inolvidables momentos en los que definía mi porvenir y concretaba mi personalidad.
Mi instituto era mi refugio, era donde llegaba cada mañana poco antes de las nueve tras haber partido de mi pueblo y hacer múltiples paradas en las localidades y pedanías de camino. Miguel de Mañara era mi referencia durante la semana, acompañado de grandes amigos en la clase.
Era ese lugar donde al inicio de la jornada disfrutaba de unos minutos de disertación al entrar en el edificio y encontrar a mis compañeros y amigos.
El comienzo del día al alba en mi casa era un rápido ir y venir del baño a mi cuarto donde destacaban las portadas de los LP´S de Rod Stewart, Dire Straits, Jimmy Hendrix, Supertramp y Pink Floyd junto a las de Alan Parsons Project, Electric Light Orchestra, Santana y J.J. Cale. La revista Vibraciones que me guiaba en mis conocimientos musicales entre el pop y el rock, la biografía de los Beatles y una novela de Camilo José Cela sobre mi escritorio. Quizás más ocultos, unos ejemplares de Penthouse y Playboy.
Posters de Sargent Peppers, Triana y los Bee Gees adornaban mi habitación cuando todavía temprano penetraban los primeros rayos de luz. Me ponía el vaquero Wrangler, los castellanos, la camisa de cuadros y mi cazadora, el zippo en el bolsillo para poder encender un Lucky Strike. Una cartera de piel con mi identificación y unas cuantas monedas.
La frase amorosa de una amiga manuscrita en el papel de la pared, “The last train to London” amenizando esos primeros instantes del día en mi sancta sanctorum, bajando ya las escaleras de mármol blanco hacia la calle que se encendía para recibirnos dispuestos a dejar nuestra impronta en una jornada que viviríamos como la última, un sentido de la vida llena de buenas amistades, el mejor humor y una cierta irresponsabilidad u olvido sobre las consecuencias de nuestros actos.
Eran esos momentos previos a nuestra entrada en el instituto un despertar con los saludos a nuestros vecinos del pueblo que nos veían partir en el viejo autocar hacia La Rinconada.
Era ese albor del nuevo día una exposición de nuestra timidez hacia las chicas que nos acompañaban en el trayecto, unas bromas con los amigos dando las caladas al primer cigarrillo rubio del día.
Los buenos días a nuestro chófer beodo ya y sin embargo dispuesto a trasladarnos hacia la segunda enseñanza. Don Antonio en matemáticas, don José en química, don Juan Suárez en diseño, don Manuel Zurita en literatura, doña Rosalía en Historia, fueron algunos de nuestros grandes maestros, los que día a día se mostraron como nuestros mejores profesores en ese trazado de los puntos cardinales de nuestra vida, de nuestra historia, que siempre nos acompañarían y nos servirían de perspectiva.
Conversaciones aparte de la asignatura sobre lo divino y lo humano que tanto nos gustaban. En los descansos, con Rosa y su pantalón vaquero ceñido, su cabello negro rizado y su mirada celeste y felina. Con Lola, rubia y de carnosos labios carmín, que no quería que cerrase la puerta a mediodía.
La Venta del Cruce con Manolo y sus ”patatas frías” con huevos fritos acompañadas de una Cruzcampo espumosa. Tardes tediosas algunas veces acortadas por nuestra costumbre de hacer auto stop. “Cambio de guardia” de Bob Dylan en el centro comercial junto al plato combinado de tortilla de patatas, aliño y un filete de merluza. Carmen Pinedo, mi sex symbol: la chica 10 entrando en clase y despertando toda nuestra atención.
El profesor de Ética haciendo “coaching” con nosotros mientras nos exponía la filosofía presocrática, la vuelta al pueblo aún de día.
Cercano ya el fin de semana, el pub inglés y la discoteca del “flaco”, cervezas con la pandilla escuchando a The Police y una fiesta en el chalet de Manolo bailando con nuestra amada amiga ”And I Love Her” de “Qué noche la de aquel día”. Mientras que Antonio Guillermo se lamentaba de la ruptura con su última novia y se servía otro Larios con limón bien cargado intentando disipar sus penas, con algún apoyo moral por mi parte a pesar de que prefería reflexionar en soledad.
Días de fiestas, de exámenes, de quedarnos hasta tarde viendo La Clave de Balbín, leyendo en la cama a Julio Verne y el Coyote, Dorian Gray y Madame Bovary. De Martinis blanco con hielo y media rodaja de limón acompañado por Mari Carmen en la disco, de “Fiebre del sábado noche” tras oír a José María García con sus abrazafarolas, chupópteros y Pedro, pedrito, pedrete.
Jesús Hermida y Alfredo Amestoy, Tip y Coll y “Aplauso” con Sabrina moviendo su escote, “¡Qué idea!” de Pino DÁngio y los Rolling Stones, todo era música antes de descansar en la noche con unas vistas a un cielo estrellado, tejados y un campanario blanco silenciado ya a esas horas en Castilblanco.