El pasado domingo saboreaba una cerveza muy fría sentado en una de las terrazas más bonitas de Sevilla, en la esquina de la calle San Fernando con los jardines de Murillo. Pensaba escribir este artículo pero entre sorbo y sorbo me distraje viendo pasar a la gente con el fondo majestuoso de la fachada de piedra blanca de la Fábrica de Tabacos y las palmeras entre ésta y su muro enrejado.
Con una temperatura primaveral y un cielo inmensamente azul, el dulce trinar de los pájaros y una lluvia de azahar, uno vive esos momentos en los que el tiempo se para y decidimos contemplar, solo mirar lo que tenemos ante nosotros, sin movernos, sin hablar. El cielo iluminado, el aroma a azahar, la Universidad y su capilla, el susurro de las conversaciones a tu alrededor, el tránsito de bellas mujeres, los más arreglados que van al pregón, una ciudad engalanada para la Semana Santa.
Junto a los elevados y sólidos muros del Alcázar ¿Tenemos algo que envidiar de los reyes y princesas que vivieron en su interior? Sin apenas oír palabras en nuestro idioma, pues Capuccino es una isla dentro de Sevilla, de vez en cuando un acento femenino mexicano quizás de su capital se hacía notar junto a nosotros y me fijé en que éste provenía de una joven rubia muy guapa que apenas tendría veintitrés años y miraba con ojos de enamorada a su novio o esposo.
Parecían recién casados, él apenas hablaba y ella, vuelta hacia él era la encarnación de la felicidad, de la dicha. Ojos marrón claro un tanto achinados, melena rubia, carmín en sus carnosos labios y una gracia en su mirada como en su fina pronunciación de clase adinerada y buena educación. Portaba en su mano derecha una copa de vino blanco empañada por la fría temperatura, tal como ha de tomarse ese caldo, quizás un chardonnay. Él tomaba lo mismo y parecía ostensiblemente mayor que ella.
Yo sólo le oía hablar a ella con su fina y distinguida voz aniñada, su entonación de universitaria con muchos veranos en USA, quizás de Polanco y carreras en la mañana en Chapultepec. Me hizo recordar aquellos días en México hace diez años. Yo escuchaba allí ese tonillo en sus calles calcadas de Manhattan. En mi meditación me distraía alguna vez oyendo sus planes optimistas llenos de efusividad y entonces se me quedó esa frase: “¡A partir de ahora me dedicaré más a tomar vinos al sol!”
¡Qué bonitas palabras! ¡Vinos al sol! Y yo miraba su delgado vidrio empañado por el frío que contenía un vino blanco helado imaginando que podía olerlo y hasta saborearlo, como aquel que tomé hace unos días en el Hotel Plaza junto a Central Park. Me fijaba en sus bonitos ojos rasgados y resonaba en todo el entorno su voz musical expandiéndose por toda la calle San Fernando junto a las conversaciones lejanas del gentío. Nos cobijaba a ambas mesas un árbol del que brotaba y caía sin cesar la flor de azahar que lo impregnaba todo con su característico olor.
Y mientras llevaba su copa lentamente hacia sus rojos labios y su mirada se volvía misteriosa, yo pensaba en que tomar vinos al sol era la meta de mucha gente, descansando, sin trabajar, sin preocupaciones, con quien te encuentras verdaderamente a gusto, sin prisas, bien atendidos, el reloj parado. Realmente esa es la felicidad, ya se trate de un buen vino, una cerveza helada o un vaso de agua con mucho hielo. Recibiendo los rayos de sol como la mejor vitamina.
Ciertamente, reflexionaba sobre esas palabras y esa joven con su hombre al lado sin decir palabra ¿Objetivamente hacía falta que él hablase? ¿Para qué? ¡Ya lo tenía todo! Se dedicaba a contemplar a su amada, a oírla, a disfrutarla, tomando de vez en cuando un sorbo.
Sorbos de primavera estos días mágicos de marzo cuando ya huele a incienso en Sevilla y nos preparamos para la semana más grande, cuando volvemos a aquellos días de adolescentes en los que contemplábamos muy cerca de allí junto a los árboles de ramas gigantes con el cielo ya oscurecido las sagradas imágenes pasando ante nosotros y el tiempo se detenía.