“Cuidado con lo que se desea, porque se acaba cumpliendo.” Eso debió pensar Juanma Moreno al recordar su viaje rogando las ansiadas lluvias al Papa en marzo. Un mes después, en San Juan de la Palma, San Jacinto, San Julián y el Salvador se les cambiaba el rictus, acordándose de la mala elección de un presidente que eligió ir a Roma en Cuaresma en vez de en Pascua. O en verano.

También José Luis Sanz debió pensar en “cuidado lo que se desea” cuando planteó su propio referéndum de autodeterminación feriante. No sería descabellado pensar que también acudiese en procesión rogativa, como el barón popular, a alguna parroquia sevillana (o tomareña), con efectos similares a los milagros de Bergoglio. En Semana Santa todos los hermanos mayores (ninguna hermana, desgraciadamente), nazarenos, costaleros, bandas y hasta el tío de la caña y el de la escalera sabían que el agua era necesaria “como el comé” para la hastiada y agrietada piel de Andalucía. Se entendió que el bien mayor estaba por encima del encuentro sagrado con nuestras devociones. No sabemos cómo se tomará la hostelería el recorte en la recaudación de la próxima Feria. El precio de un pescaíto “de los de toda la vida” (por y para los sevillanos, ¿también para los tomareños?) parece alto.

Ya que estamos en la vuelta a la Feria vintage, vamos a darle una vuelta a otras cosas: la portada de Feria, por ejemplo. Modelo tras modelo se replican las fachadas regionalistas como en el ataque de los clones (la de 2022 incluida). El desaparecido pero recordado Antonio Burgos proponía en una de sus vívidas columnas en el ABC que fuesen edificios desaparecidos, dando un sonoro ciriazo a esos anónimos de la historia local que permitieron un número indecente de demoliciones. Podría estar bien, por qué no, pensar en arquitecturas contemporáneas (esto ya le gustaría menos a Infanzón), perderle el miedo al qué dirán y mostrar la cara segura y valiente de
la ciudad. Su mejor cara.

Podríamos mejorar, ya que estamos, la movilidad. No sé en qué mercado se compran vagones de metro, pero 4 o 5 por aquí (los residentes desde el Aljarafe a Montequinto me entenderán). Pero poco más, nuestra Feria (la antigua, la nueva y las futuras) tienen todos los niveles de colesterol controlados y un corazón que resiste tres maratones seguidas. Por muchas vueltas que le demos, los garantes de su supervivencia, como médicos en continuo servicio de guardia, son los
sevillanos. No sus regidores, ni los numerosos visitantes (“llegaron por ti a Sevilla, desde las tierras extrañas”, reza la sevillana), ni los millones de euros que la rodean (“¿qué me importa a mí que tenga un caballo y un sombrero?”, dice la otra). Son los sevillanos, afanados en decorar sus casetas como si estuvieran preparando la cuna de un recién nacido, los sevillanos con sus toneladas de ganas de coger el Real por los cuernos y dejarse el alma en disfrutar de ella. Ese es el único objetivo de la feria: ningún fin lucrativo ni productivo más allá del gozo. Ya lo dijo hace muchos años el histórico José Luis Ortiz Nuevo.

Los sevillanos del exilio laboral forzoso, los empresarios y no pocas familias locales convertidas temporalmente en PYME quizás no estén demasiado contentos con el resultado de la votación. En este último grupo, no sería justo olvidarlo, hay que incorporar a familias de clase media que arriendan durante la Feria ese pequeño (o no tan pequeño) apartamento en el que invirtieron hace unos años. No hay que culparlas, bien sabida la precariedad industrial de nuestra tierra y las tiesuras varias a las que nos enfrentamos, pero tampoco eximir de toda culpa esta doble moral cual Pilatos –el de la Calzá-, por la que muchos critican los AirBnB mientras gestionan el cambio de sábanas y toallas de sus respectivas propiedades.

Ganó la Feria corta, la de antes. Y en el ambiente se intuye un cierto aroma a uno de nuestros platos estrella: las espinacas con garbanzos. En las espinacas está la fortaleza de la Feria, eterna, atemporal, bien dotada del hierro de los sevillanos. Y en los garbanzos, el puchero (o pucherazo).