Pasaba hoy por una de las cuatro grandes entradas del edificio de la antigua Fábrica de Tabacos, la puerta más cercana al Palacio de San Telmo. Y casi siempre que veo esa fachada de la Universidad, me acuerdo del día que mi padre me dejó con su coche justo delante y después me acompañó hasta encontrar el aula donde debía tener lugar la prueba de selectividad.

Había aprovechado hasta el último momento para los últimos repasos no calculando bien el tiempo de modo que llegué al lugar del examen pocos minutos antes. Tenía tiempo, pero una vez dentro del edificio, que no conocía bien, no había indicaciones ni personas que me ayudasen a encontrar el aula donde tendría lugar la convocatoria. Ese recinto se convirtió en un laberinto en el que por mucho que preguntase a conserjes, estudiantes o profesores, no lograba hallar mi acomodo para un acto tan crucial.

Grandes y anchos pasillos poco iluminados con la luz al fondo de los patios, cruces de galerías y grandes escaleras de mármol rojo ¡No, ahí no era! Otra vez para abajo y de nuevo a la derecha para subir otra vez unos peldaños y llegar a otro pasillo donde escuchaba un gran murmullo ¡Sí, ahí debe ser! Pero aunque esos estudiantes sí tenían allí su examen, mi aula estaba en el otro extremo, así que otra vez a correr por esa primera planta hasta oír y ver a los que sí serían mis compañeros de selectividad.

Además, me encontré allí con algún conocido que me tranquilizó diciéndome que estaba en la ubicación adecuada. Con la respiración agitada de tanto caminar para un lado y otro pero ya más tranquilo al ver que llegaba a tiempo aunque fuese en el último minuto, intentaba acoplarme al momento que vivía viendo que los otros estudiantes también tenían cara de circunstancias: se estaban jugando su futuro para acceder a la Universidad.

Instantes después, se abrió una gran puerta y accedimos a una clase con las bancas en pendiente. Ya estaba allí sentado con los folios en blanco ante la tesitura de no saber qué preguntas tocarían. Conforme fueron dictando las cuestiones, las fui escribiendo con mi bolígrafo azul y aunque alguna había que no me sabía demasiado bien, al poder elegir, fui consciente de que podría superar esa prueba.

Platón mejor que Aristóteles, Egipto mejor que el Barroco. No había tenido mucho tiempo, una semana escasa, ya que tuve que presentarme a dos exámenes en septiembre tras preparar esas asignaturas de COU en verano. Y en esos escasos días hube de estudiar las demás materias con un amplio temario.

Después de tomarme un sábado de descanso, volví a los libros sobre mi mesa, el flexo con la bombilla azul a mi izquierda y siguiendo las reglas de las técnicas de estudio que había aprendido a mitad de bachiller, disciplinadamente aprovechaba de ocho de la mañana a diez de la noche para leer, subrayar y hacer esquemas sin tiempo que perder, mucha concentración y unos valiosos cronogramas en una cuartilla donde iba tachando las lecciones terminadas según el tiempo asignado que casi siempre sobrepasaba.

Uno solo ante sí mismo, solo ante la encrucijada en ese periodo esencial en el que deseamos pasar de nuestra época de bachiller a la universidad para cursar esos estudios con los que soñamos. Yo tenía claro desde hacía tiempo que quería estudiar Derecho y ser abogado. Pero antes tendría que superar la nota exigida.

El día que entrando por la puerta de Derecho recorrí una gran galería a la derecha y vi en un tablón que allí se encontraban las notas de selectividad que hacían media con la nota de bachiller, mantuve mi respiración hasta ver que estaba admitido en Derecho. Ya estaba dentro.

Me la había jugado en esos escasos días, pero lo había conseguido. Adiós a mis años de colegio e instituto, ya estaba en la Universidad, el Alma Mater. Además, en el bonito edificio de la Facultad de Derecho, a finales de septiembre y en breve nos indicarían el día de comienzo de las primeras clases. Otros estudiantes a mi lado constataban que también habían llegado a la meta.