Subo la escalera y entro en mi habitación para caer sobre la cama y sujetar entre mis manos una novela del Coyote. La luminosidad de mi cuarto no impide que en poco tiempo el libro se desplome sobre mi pecho y quede inconsciente durante una prolongada siesta.
Esos momentos son los que quedan en la memoria de nuestra primera adolescencia, escuchando a J.J. Cale, Electric Light Orchestra o Chic en nuestro programa favorito de radio a esas horas en que no hacía falta más que un ventilador si acaso.
Mirando los posters de los Beatles y los Bee Gees sobre el empapelado de nuestra pared, nuestro escritorio abierto con una novela de Cela o Delibes, unos dibujos a lápiz y unas cartas recién recibidas. Sobre nuestro sillón, el álbum negro de piel conteniendo los singles de nuestros sueños.
En el primer cajón de la mesita de noche, un paquete de nuestra marca favorita de rubio, un mechero de gasolina y unas monedas.
En nuestra mente, esas chicas guapas que hemos visto esta mañana en las clases de recuperación de matemáticas que nos distraían mientras observábamos sus curvas cubiertas por unos estrechos vaqueros y ellas nos miraban de reojo con una inocente sonrisa. Una buena excusa para pasarlo bien en esas horas de media mañana.
¿Y qué haremos esta noche? Lo pensaré tomando un baño en la piscina tostándome bajo un sol radiante y estirándome bocabajo sobre una hamaca humedecida que no cubre del todo la sombrilla. El sonido del vuelo de las avispas y alguna cigarra lejana nos ayuda a no pensar en nada mientras lentamente se secan las gotas de agua sobre nuestro cuerpo adolescente sintiendo que el sueño nos vence de nuevo.
Nos visita la tarde y es buen momento para pasear en bicicleta por esa carretera tan tranquila del Pedroso. Olor a campo, a flores, a monte, a hierba seca, el trinar de los pajarillos y el siseo de alguna lechuza acompañan a nuestra respiración mientras miramos al horizonte celeste en el albor de una tarde de julio un año más.
Estamos solos en ese paraíso rodeados de árboles cuyas ramas mece el viento de un cercano atardecer, dejamos ir la bici cuesta abajo para recaer en una larga recta interminable. La naturaleza es nuestra, se intensifican los aromas de las flores y su néctar, el de los arbustos y el cantar de las aves. Y hay ya unas manchas naranjas sobre el celeste que se hace más azul, unas pequeñas nubes aborregadas que cambian su forma agitadas por la brisa vespertina, algún perro aúlla a lo lejos, es hora de dar la vuelta.
En el pueblo se hace de noche, una noche que será larga con sorbos de cerveza muy fría, música disco, billares, una gran pantalla de cine bajo las estrellas y a la vuelta, una cuesta arriba junto a la iglesia, recibiéndonos de nuevo en el salón de casa aireado por el ventanal abierto la buena literatura: La Estrella del Sur de Julio Verne.
No hay prisa en dormir, es verano.