Hace unos días la presentadora de La Sexta Cristina Pardo hablaba en prime time de jóvenes no acompañados, del discurso de VOX y Lamine Jamal. Todo en una única frase que no soy capaz de recordar con exactitud. Un cóctel desordenado, inconexo, sin sentido, pero eficaz. Los discursos de Thermomix, cocinados con los ingredientes precisos para alcanzar altos índices de audiencia, sólo consiguen empobrecer los índices de calidad democrática del aire que respiramos. Mezclar a dos jugadores españoles –añadiendo a Nico Williams en la ecuación– con la manera de atender y gestionar la llegada de los migrantes que buscan un lícito futuro, aparejando color de piel y condición humana, es una versión descarnada y quizás inconsciente de “racismo de salón”. 

Williams y Yamal son como Oyarzabal o Navas, campeones de Europa, individuos libres y autónomos que han demostrado una valía deportiva cultivada entre apuntes de 4 de ESO y entrenamientos. Sugerir una relación entre los jugadores y los mal llamados MENA es altamente inapropiado, no porque no sea determinante el contexto social o los orígenes de cada cual, sino porque es una conexión inventada. Yamal nunca cruzó el estrecho, ni se alojó en un centro temporal, por lo que el símil viene únicamente basado en el color de piel. Cristina Pardo cayó en el juego turbio de Vox, en la brocha gorda de la inexactitud, igual que otras tantas voces de la izquierda que han intentado apuntarse el tanto de la victoria de la selección y su diversidad. La condescendencia y vanagloria con la que se han tratado los dispares orígenes del plantel es una privación de la intimidad, una apropiación indiscreta e inaceptable de la condición humana plena de personas sin siglas. 

Victor Kemplerer, el filólogo que estudió el lenguaje del Tercer Reich, ya alertó de que el uso sistemático de las siglas escondía un lenguaje pobre, una voluntad manifiesta de deshumanización. Es más fácil demonizar letras separadas por puntos que nombres y apellidos. Esos menores vulnerables, necesitados de la ayuda más básica –cobijo y comida–, jamás decidieron ser tratados como colectivo. Puestos a imaginar, sería más coherente sociológicamente utilizar unas siglas para denominar a señores sin educación, que autodefinidos como "apolíticos", hacen un feo monumental al presidente de su país: Patriotas No Acompañados de Educación (PANAE), con Carvajal como miembro fundacional. 

Más peligrosos que una falta protocolaria parecen los aplausos posteriores. Pocos minutos después del desplante, en una terraza de la Buhaira se oía “puto amo”, “vaya crack”, “el jefe” mientras un grupo de jóvenes –estos sí acompañados de grandes copas de cerveza– repasaba animosamente las imágenes del saludo esquivo del defensa del Real de Madrid. En otras mesas se escuchaban improperios contra el Tribunal Constitucional y la exención de la pena a los expresidentes andaluces. Parece que la pena de telediario, los años de cárcel de Martínez Aguayo y la colectivización detrás de otras siglas (los ERE), no fue suficiente. Hay quien piensa que deberían pudrirse en la cárcel, con el convencimiento de que el cáncer de próstata de Griñán o sus casi 80 años no son más que una triquiñuela judicial. Es sano recordar que no vivimos en un país punitivo, que nuestro sistema judicial es independiente –compatible con la ideología marcada de algunos magistrados–, y que el Tribunal Constitucional tiene la misma legitimidad que los tribunales que exculparon a Francisco Camps o excarcelaron a Zaplana por su leucemia.

El mal augurio de la deslegitimación colectiva de la justicia sólo confirma que los tiempos cambian y el ambiente se enrarece: Trump y su futuro vicepresidente J.D. Vance –contrario a la guerra de Gaza y Ucrania no por pacifismo sino por aislacionismo– presagian años difíciles también en política internacional. La UE se prepara para bregar con múltiples frentes abiertos a la vez que se queda sin apoyos externos. La coyuntura de tener que lidiar solos frente al peligro conduce a dos posibles finales, disputados a cara o cruz. Admito sentir miedo de afrontar estos cambios acompañados de señores que jalean a Carvajal, de menores sentenciados detrás de siglas y de discursos inhumanos defendidos por gente corriente. 

El recetario de lecciones que nos da la Semana Santa es inagotable, así que apelo a uno de nuestros más queridos oxímoron: “Más poquito a poco”. Se lo escuché por última al hijo de Manolo Santiago en la salida del Cristo de Burgos, mientras la talla de Juan Bautista Vázquez superaba la portada de San Pedro; dos años después lanzo un “más poquito a poco” universal, un alegato por el sosiego, por la reducción de la velocidad de las sentencias, de la calentura de las opiniones y del odio prolijo al contrincante, sea de Rocafonda, Bilbao o la Buhaira.