El circo no era al final un circo. No es una frase apócrifa de Groucho Marx sino un jarro de agua fría caído cerca de Santiponce. Los indicios que indicaban que aquel terreno podría esconder el circo de Itálica se han tornado erróneos, y con ellos el anhelo de incluirla en la lista de Patrimonio Mundial de la UNESCO. Aunque sería lógico pensar que contaba con una infraestructura de ese tipo, lo cierto es que con ella o sin ella, Itálica fue una gran ciudad de colonias, madre de emperadores y tierra fértil de cultura. La semilla de los surcos que siguió Roma en una de sus mejores etapas floreció aquí, a las puertas del Ventorrillo Canario y a espaldas del municipio moderno.
Adriano nos queda lejano, perdido en un fárrago a veces difícilmente descifrable de emperadores situados en siglos marcha adelante y marcha atrás. En nuestro tiempo, sin emperadores con rostro pero capitales bien avenidos, la cultura de la competición lo inunda todo. Nerón parecería un simple aficionado al lado de la tiranía de los rankings. El récord Guinness, anecdótico y con muy poca gracia, nos adelantó lo que vendría después: PISA, SHANGHAI, PRISMA... Si en la educación pública se pierden más horas rellenando formularios e informes que preparando clases, en la universidad la propia institución fomenta regularmente rankings de profesores con el criterio de la publicación al peso: quien más publique, más arriba estará en la lista, e incluso se ofrece hasta una herramienta para compararse con los compañeros de despacho.
Esa voluntad de acumular números, a veces por el simple placer primitivo de quedar por delante del prójimo, también contamina el patrimonio. Profesionales formadísimos rebajados a una competición absurda de quién es capaz de reunir más Patrimonio Mundial. Multiplicándose las comparaciones entre provincias, comunidades, países o continentes, la locura coleccionista obligó hace años a la UNESCO a limitar el número de peticiones por país.
“Sevilla la vieja”, tan cerca y tan lejos de la Hispalis nova, parece quedarse sin su sello de excelencia. Como si los versos de Rodrigo Caro necesitasen un sello de calidad, o esa maravillosa “Itálica famosa” editada por Jacobo Cortines (Diputación de Sevilla, 1995) no hubiese dejado grabado en tinta los ecos universalmente excepcionales de esas piedras que sobresalen en el horizonte de la loma.
Otra de las dinámicas cada vez más repetidas parece dibujar un cambio de eje en las prioridades de la Junta de Andalucía. Sin querer entrar en el juego pueril del agravio comparativo, las muñecas se relajan en San Telmo cuando toca tratar temas relativos a la provincia de Sevilla, la única diputación gobernada por los otros. Convencido de que el consejero Bernal no ha actuado de mala fe en la candidatura de Itálica, se oyen voces de dejadez y falta de interés. Quizás algunos acabaremos dándole las gracias al ausente circo o al consejero por todo esto, porque Itálica se vacuna así de las hordas de turistas, de ser empaquetada en la ruta Costa del Sol-Ronda-Sevilla.
Secretamente seguiremos disfrutando de los solitarios paseos por la ciudad enterrada, recorriendo mentalmente las caveas evaporadas del anfiteatro y enseñando a las generaciones futuras la Casa de los Pájaros como si les revelásemos el mapa del tesoro. El Trajano heroico que vemos hoy apostado junto a los mosaicos patricios, réplica de la pieza original del Museo Arqueológico, no puede ver el paisaje del Arroyo del Pie de Palo ni la Cañada Real de Isla Mayor porque el tiempo y el comportamiento del mármol decidieron cortarle la cabeza a la altura de la nariz. Pero nosotros podemos susurrarle lo que vemos: un paisaje más rico que todas las minas de oro del mundo porque de su suelo brota una sabiduría imposible de catalogar en una lista ni de valorar con índices de impacto.
Le podríamos contar que cerca de allí existe una ciudad suspendida en un tiempo indefinido, en la que antiguos teatros conviven con corrales de gallinas, cableado eléctrico y aparcamientos, en la que nada en realidad es lo que parece. Podríamos desvelarle también que en otro de sus monumentos sin papeles de excelencia, se tradujo la primera Biblia al castellano, y que sus muros atesoran un retablo de Martínez Montañés y una tapia rehabilitada por Ricardo Alario López, uno de esos arquitectos de nuestra época que muchos admiramos con la misma energía íntima que a Itálica. Alario, con su hoja de servicios impresa en el cerramiento del Monasterio de San Isidoro confirma que las listas y reconocimientos sólo sacian una sed efímera, y que aquello que pervive es la honestidad pétrea de la verdad, aunque esas piedras permanezcan enterradas en silencio bajo tierra.