Un día como hoy, a principios de agosto, caminábamos por la ribera del Spree con nuestros hijos pequeños contemplando el río a nuestra derecha y la frondosa vegetación cuando observamos una ubicación ideal para descansar un poco y tomar un refrigerio. En esa terraza apenas había nadie, nos atendieron muy amablemente y disfrutamos en familia más tiempo del que habíamos pensado.
La tarde avanzaba pero no teníamos prisa, preferíamos oír el cantar de los pájaros y cómo mecía el viento las ramas de los árboles, ver pasar los barcos de recreo fijándonos en los pasajeros reclinados sobre las barandas algunos de los cuales también nos miraban a nosotros, divisar el reguero que dejaban tras de sí esas embarcaciones que perdíamos de vista cuando se adentraban en la curva fluvial.
¿Qué felicidad hay más grande que estar junto a tus hijos de diez y doce años en vacaciones sin nadie que nos interrumpiese? Charlando con ellos, riéndonos, escuchando sus historias, sus inquietudes, qué planes tenían para el día siguiente y de pronto, Luis anunciaba que otro barco se aproximaba notando en sus ojos cómo ese descubrimiento los hacía brillar ante la sorpresa y el entusiasmo, asombro igualmente seguido por su hermana que se levantaba y estiraba los brazos saltando de alegría.
Los rayos de sol iban ocultándose por algunas nubecillas que anunciaban el final de la tarde en ese rincón rodeados de coloridas flores, agua, aves revoloteando, mosquitos zumbando cerca de nuestro rostro, aromas estivales, recuerdos de nuestra niñez, la mirada de ellos, tan buenos, tan guapos, tan leales, tan ideales.
Seguimos caminando por el sendero fluvial junto a muros de piedra vieja con musgo por Berlín en una zona algo apartada de nuestro hotel. Ellos ya tenían ganas de volver para disfrutar de su habitación conectada directamente con la nuestra en las alturas de la ciudad con unas magníficas vistas de los jardines del Tiergarten, a lo lejos la torre de la televisión y, al otro lado, la torre semiderruida del Memorial del Káiser Guillermo. Era como su nuevo cuarto y no podían desaprovechar su estancia allí.
No parece que haya pasado tanto tiempo y sin embargo ¡Hace diez años! ¿Qué son diez años? El paso de la niñez a la edad adulta pasando por la época crucial de la adolescencia, viéndolos ya tan responsables con sus estudios universitarios y el deporte, ennoviados, aunque uno los siga viendo como aquellos niños risueños que nunca queríamos que se separaran de nosotros.
Hoy he recordado aquel viaje que unos días después nos llevó a Munich y más tarde a París. Todavía creía que tenía cuarenta cuando ya había cumplido cincuenta, hoy aún creo lo mismo aunque los vea a ellos tan mayorcitos y en el fondo me sienta cómo cuándo tenía su edad
¿Qué es el tiempo en definitiva? El tiempo no existe, es un invento del hombre, es una medida del día pero nada más. En realidad, los años no pasan ante nosotros: nosotros permanecemos ahí incólumes viendo pasar la vida.
Ahora veo ante mi el mar, el mismo mar que veía hace diez años tras las palmeras con un salvaje oleaje que remueve las aguas convirtiéndose casi toda en blanca espuma arrastrada hacia la arena. Una vez y otra va y viene el mar, el ruido de las olas causa un estruendo agradable que nos ayuda a pensar y a recordar.
Es el mismo paisaje, el mismo sonido, la misma brisa, el mismo mar. Es el mismo cielo celeste, las mismas gaviotas, la misma arena sobre la que unos cuerpos dorados brillan aún en la plenitud de la tarde.