Selfridges y su fachada de columnas jónicas imitando a un templo griego suscita sensaciones que transportan al pasado. En la primera planta, vimos casualmente un bar restaurante con una decoración en la que predominaban las luces color amarillo y naranja en el mostrador y los botelleros. Al fondo, un gran ventanal irradiaba un fuerte resplandor. Decidimos entrar pues el ambiente era seductor y la carta invitaba a adelantar el almuerzo antes de la una de la tarde.

La chica de recepción con traje de chaqueta negro nos ofreció una mesa que nosotros preferimos cambiar para estar a una altura desde donde divisáramos la animada barra con camareros de smoking que preparaban cócteles y uno de ellos bailaba al ritmo de música disco de los setenta: era de color y contagiaba con sus movimientos a los clientes que acomodados en los taburetes saboreaban una copa de champán rosado, un buen tinto argentino, una ensalada de langosta o una buena carne.

Desde el principio todo era divertido en ese nuevo restaurante de Selfridges: cómo te atendían las camareras muy amables orientales, nórdicas o de color, sonrientes y conversadoras propiciando la práctica de mi básico inglés. La milanesa de pollo cubierta por una ensalada estaba muy apetecible pero mejor aún con un poco de salsa de tomate que hurté de un pequeño bol junto a la rica hamburguesa que había elegido mi esposa.

Cuando iba a recordar a la chica rubia que faltaban las patatas fritas apoyó su mano derecha en mi hombro sonriendo y asegurándome que me las traía de inmediato. Poco después, cuando decidí cambiar una amarga cerveza inglesa con la que desde luego no había acertado e intenté requerir al tailandés una copa de vino malbec, éste me dio unas palmaditas en la espalda al observar que yo no podía continuar pronunciando palabra a causa de mi repentina tos.

A la derecha de nuestra mesa se sentaron una chica con cabello rubio dorado de unos veinticinco años y otra pelirroja que parecían acompañar a su padre, un americano que yo quise imaginar profesor universitario de la Ivy League o un famoso escritor, de unos cincuenta años, alto, atlético, rubio y con gafas redondas de intelectual. Atentamente estudiaban la carta cuando la chica pelirroja me preguntó qué plato había elegido al advertir cómo llevaba a mi paladar un trozo de escalope.

Me agradeció que le detallara mi elección y yo seguí imaginando el viaje de ese padre con sus hijas a Londres, quizás divorciado de su esposa o quién sabe, ella se habría quedado en Estados Unidos trabajando. Al volver la atención a mi mesa me distrajo la carcajada de una niña de unos tres años que miraba hacia un barco de papel sujeto en sus manos y muy sonriente se fijaba en mi mujer. Estaba claro que se lo había regalado ella.

Su madre, una india muy guapa de no más de treinta años, agradeció el gesto y nos preguntó de dónde éramos y si estábamos en Londres de vacaciones. Tras algunas preguntas mías y sus amables respuestas, pensé en lo fácil que era entablar conversación en Brasserie of Light, a lo que indudablemente ayudaba la corta distancia entre una mesa y otra.

Una camarera polaca algo mayor que sus compañeras bromeó conmigo cuando le dije que la cerveza elegida no me había gustado, confesándome que ella prefería el vodka. El barman negro seguía contorneándose tras la barra haciendo reír a sus colegas y yo me fijaba en esas dos amigas de mediana edad a las que servían una segunda botella de vino blanco sin consumir alimento alguno.

La música disco de fondo ahora más actual seguía creando un ambiente de fiesta y yo me cambié de sitio en la mesa para observar mejor el inmenso ventanal que cubría de suelo a techo una altura de dos plantas y dejaba ver detrás los típicos edificios londinenses de esa zona entre Mayfair y Marylebone. Degustando ya mi segunda taza de té earl grey avisté a mi izquierda cómo la veinteañera rubia colocaba su mano en la rodilla del profesor escritor y luego acercaba su mejilla a la suya obsequiándole con un beso en la boca que me avisaba de mi error al haber establecido la relación de parentesco.

Volvió la pelirroja y caí en la cuenta que no eran tan parecidas como para ser hermanas. La londinense india con aspecto de rica se despidió de nosotros dándonos las gracias por el regalo a su hija que tanto le había divertido.