Entre 1978 y 1979, el arquitecto Juan Sebastián Bollaín –primo de la reconocida Itziar Bollaín- graba cinco cortometrajes que mezclan el género documental con el trabajo experimental. En ellos aparece una Sevilla imposible en la que se combinaban surrealismo e hiperrealismo a través del collage y los efectos especiales. La obra de Bollaín, hoy vecino del Aljarafe, se convierte entonces en un instrumento reivindicativo que busca poner en crisis la parálisis social, la destrucción del patrimonio o la pervivencia de instituciones y prácticas dictatoriales. La ciudad que aparece en “La Alameda” (1978), “Sevilla en tres niveles” (1979) o “Sevilla rota” (1979) tiene tintes de un urbanismo no-normativo, de género fluido, con un skyline al que le brotan pechos de mujer o falos en forma de torres vigías.

Coches junto a la Catedral.

Coches junto a la Catedral.

En el comienzo de “Sevilla rota”, una voz en off declara que el objetivo de la serie de películas es “experimentar con las posibilidades del cine de hacernos ver con nuestros propios ojos cosas maravillosas, cosas mágicas que aún no existen en la realidad: inventar ciudades y que las veamos funcionando, inventar formas de vida, costumbres distintas, romper el tiempo, romper el espacio conocido”. La utopía siempre ha sido un instrumento de escape e innovación, aunque se nos suela presentar denostada, excéntrica, como una mera majadería académica. Pensar en ciudades imposibles, en situaciones provocativas ayuda a ensanchar los límites de la mente, a que seamos todos un poco más “fluídos” en nuestra intransigencia congénita. Bollaín no sólo imaginó Sevillas imposibles, sino que grabó documentos únicos de una ciudad ya perdida: una Alameda de Hércules de albero, una Plaza de Santa Marta convertida en mercado de animales o encuadres inéditos de la manifestación proautonómica del 4 de diciembre de 1977.

El cuarto corto, “Sevilla tuvo que ser” (1979), es una docuficción, presentada como una pieza (sic) “rescatada de los archivos de una desaparecida cadena de televisión americana”. Sevilla es mostrada irónicamente como una ciudad innovadora y moderna. Críticas a la censura se mezclan con estructuras y situaciones imposibles: una boya gigante que avisa a los ciudadanos de las subidas y bajadas de la marea, un sistema de prismas y lentes capaz de modular los movimientos del Sol —permitiendo que “en días señalados como la Feria de Sevilla, la Velá de Santa Ana o la procesión de la Virgen de los Reyes, se consiga convertir el día en noche y la noche en día”—, la sustitución de estatuas de reyes por objetos cotidianos como tazas de café y sillas de enea y un sistema cámaras de vigilancia —llamadas “minutoscopios”— que capturan cada detalle de la evolución de la ciudad, permitiendo acelerarlo para prever futuras inundaciones o cambios en el paisaje. Para ilustrar el funcionamiento de los “minutoscopios”, Bollaín utiliza un grabado del humilladero de la Cruz del Campo en contraste con su situación actual, criticando la descontextualización del monumento, además de imágenes de la Plaza de San Francisco, de la Virgen de los Reyes o de la Catedral completamente inundadas de agua. Un aviso a navegantes que se adelantó varias décadas a los desastres del cambio climático.

Es interesante ver cómo algunas escenas cotidianas filmadas por Bollaín hoy nos resultan imposibles, más distópicas que utópicas –por ejemplo, la plaza Virgen de los Reyes convertida en un gigantesco aparcamiento de coches–, del mismo modo que situaciones a las que estamos acostumbrados actualmente se mirarán con horror mañana. Véase el ancho ridículo de las aceras de calle Baños o Águilas, el Scalextric al que está abonado la Gavidia, la decadente conexión por transporte público con Sevilla Este, Bermejales o Bellavista, el abandono de muchos pabellones del 29 o el estado del Museo de Bellas Artes. Distopías –por no llamarlas barbaridades– a las que nos hemos acostumbrado, incluso encariñado, porque se vive muy cómodamente en la constante queja pasiva.

Parece que en un futuro próximo algunas pasarán al cajón de la historia –Zoido devolvió el coche al centro histórico, así que no hay que dar ninguna batalla por vencida–, y otras ni están ni se les esperan. Hace unas horas se ha conocido la intención del Ayuntamiento de recuperar el Auditorio Rocío Jurado y de proponer, en una nueva doblez del asunto, la plaza de España como sede de la pinacoteca. Ambas resultan sugerentes, aunque cabe preguntarse si el auditorio va a encajar bien la construcción de oficinas en el canal de la Expo, y si lo de la plaza de Aníbal González no es más una afrenta al Gobierno de Sánchez –propietario y usuario del edificio– que una solución factible y decidida. Ojalá se frene el proyecto de colmatación del canal, el auditorio reabra y todas las administraciones se sientan responsables de darle solución consensuada al MBASE. Para el resto de utopías, siempre nos quedará Juan Sebastián Bollaín.