No existe más historia que la que estamos viviendo ahora. Todo lo que va después, como la propia lectura de esta columna, es un desafío a las certezas del tiempo, donde los hechos pasados son ya irrecuperables y los futuros imposibles de prever. Antonio Machado lo explicaba negando el camino –"Caminante no hay camino"–, a la vez que reconocía que las huellas del pasado, aunque inaccesibles, siempre permanecen: "y al volver la vista atrás / se ve la senda que nunca / se ha de volver a pisar".

Antonio Machado con su madre doña Ana (abajo), su hermano José y la esposa e hijas de este, 1993.

Antonio Machado con su madre doña Ana (abajo), su hermano José y la esposa e hijas de este, 1993. Alfonso, Archivo General de la Administración (AGA)

Antes de esta teoría del camino, los versos de apertura de su primer libro, publicado en 1903, están dedicados a un viaje y a un regreso: "Está en la sala familiar, sombría, / y entre nosotros el querido hermano / que en el sueño infantil de un claro día / vimos partir hacia un país lejano". Lo que separa estos primeros versos de los últimos –"Estos días azules, este sol de la infancia"–, es una vida en la que el poeta cruza España, se funde con las raíces de un olmo en Soria, explora los horizontes castellanos y acaba enterrado al otro lado de la frontera, lejos de los limoneros arrebatados de un palacio sevillano.

En ese momento Machado no sabe qué le deparará la vida, pero la pieza parecería haber sido escrita justo antes de su muerte, en un intento desesperado por regresar a las escenas familiares en Dueñas, con su hermano Manuel recién llegado de un viaje, quizás de un exilio forzado como el que el destino le tenía reservado a él. Seguramente desde Collioure sus recuerdos de Sevilla se movían entre la nostalgia de un tiempo perdido y la lejanía de un lugar que empezaba ya a verse borroso –"la Sevilla de mis recuerdos estaba fuera del mapa y del calendario"–, deseando haber nacido en Castilla y citarse por primera vez con esa ciudad resguardada "bajo un azul de conventos".

Leyendo a Machado fantaseo con qué pasaría si fuese yo el que pisase por primera vez Sevilla. Conozco bien el escalofrío del primer encuentro con Venecia, con el aire del Adriático mezclado con las partículas desprendidas de sus palacios azotando en la cara; la primera vez en Roma, cuando el sol rebota de sus fachadas, y el peso de sus ruinas recae sobre nuestras espaldas como si se nos desplomase el techo de casa; incluso el aluvión de escenas que nos arrolla en un paseo iniciático por Central Park. Pero no sé qué pensaría de Sevilla si me fuese extraña. A veces creo que la detestaría, otras que me quedaría a vivir en ella hasta fundirme como el poeta en sus raíces. Ojalá don Antonio pudiese haber vuelto a una ciudad sin Queipo, democrática, para poner el contador a cero en las cuentas pendientes con su cuna. Volver nunca es llegar por primera vez, pero a veces se le parece y al poeta se le privó de su particular reencuentro con el huerto claro. Por eso quizás nunca se atrevió a hablarle directamente, y usó siempre las voces apócrifas de Abel Infanzón y Juan de Mairena para escribir el nombre de su ciudad.

Quizás el deseo de Machado no era volver a determinados lugares sino a ciertas personas. Los recuerdos condensados en las arrugas de un sofá después de muchos años de asiento pueden llegar a ser mucho más intensos que las calles o las casas; quizás no echase de menos una sobremesa familiar en Dueñas sino la voz de su hermano, la de su madre, un pliegue en la pajarita de su padre o la manera de coger la pluma de su amada Leonor. Los arquitectos creemos que los espacios determinan más de lo que lo hacen realmente, cuando el verdadero recuerdo de nuestros familiares habita en un sorbo de sopa o en el olor a cerrado de una biblioteca mal aireada.

Justo entre la filosofía del poeta y los recuerdos de familia basculan dos eventos que nos interpelan hoy: el libro Así habló Juan de Mairena: Cantares de un filósofo, de Valentín Galván (Comares, 2024), que se presentará el 12 de octubre, y la exposición Los Machado. Retrato de Familia, que se inaugurará el 21 de octubre en Artillería. Dos revisiones que nos recuerdan que el maestro de la Generación del 98 sigue vivo, y que le seguimos debiendo algo más que una calle sin salida en el Tardón.

Los inicios suponen adentrarse en lo desconocido, pero los regresos a según qué pasados son una incomprensible reincidencia histórica. La semana pasada el FPÖ ganó las generales de Austria mientras Netanyahu abría un nuevo frente de guerra, empeñado en prender fuego a Oriente Medio. El primer centenario de la otra gran Generación, la del 27, va a coincidir con el ascenso de las extremas derechas y un Holocausto con los papeles cambiados. Nadie sabe cómo acabará este cruce desafortunado, pero me temo que el calco de los siglos nos acerca a fórmulas autoritarias que, sin necesidad de exilios, golpes ni armas, provistos de un teléfono con conexión a internet y mucho odio, se cuelan poco a poco en la sociedad como el agua que sube por un muro sin zócalo. O nos protegemos o en vez de los días azules veremos de nuevo un atardecer en Collioure.