Echar de menos, de eso va. La vida discurre entre imágenes que nos asaltan cuando menos lo esperamos. Convivimos en muchos tiempos a la vez, aunque oficialmente estemos aquí y ahora. Sentado mientras no llega el metro, me asaltan las voces muertas de mis antepasados, irrecuperables, pero más vivas que cuando latían; justo después se me cruza una idea imposible: “cuánto daría por una crónica de Chaves Nogales de la Sevilla de 2024”. Qué diría. Otras veces llega la que más duele: cuánto los echaré de menos cuando falten –si no falto yo antes–.

El chufffff de la cafetera italiana, el periódico en papel, la voz de Fernando Delgado en la radio, una grabación de Gomaespuma, no encontrar aparcamiento en Los Remedios, las curvas de la Sierra de Aracena, las bellotas esparcidas, el miedo a quedarse sin compañero de asiento en el autobús, las mil figuraciones de escenarios inciertos que no acabarán pasando. Nostalgias pasadas y futuras que se reproducen con un realismo digno de Rossellini y nos empujan a unas arenas movedizas en las que si te paras acabas engullido por la tierra.

Plantas de la Giralda en alturas ascendentes. Levantamiento de Antonio Almagro Gorbea. Real Academia de San Fernando

Hablaba hace unos días el conservador de la Catedral que lo que más le había sorprendido de sus primeros meses en el cargo era que la Giralda parecía apretarse a sí misma cuando iba cogiendo altura, haciéndose más gruesa en el núcleo y más ligera en las paredes. No fueron esas esas las palabras exactas, pero yo lo interpreto así porque me sirve para alimentar la teoría de que algunos edificios –y ciudades– se autogestionan, como se autogestiona la Tierra aunque no tenga cerebro.

La secuencia de plantas de la torre, además de recordarme la inteligencia y entrega con la que gestionó el patrimonio catedralicio el canónigo Francisco Navarro –aquí resuena la voz sabia y humana de mi tío Paco–, nos ayuda a entender ese camino inmutable hacia la vejez. Al ritmo que avanzamos y cogemos altura, nuestro tronco interior se vuelve más robusto, intentando moverse lo justo, en un vaivén contenido como el del palio de Los Estudiantes, apretando la mandíbula, liberando el peso de la carcasa para aguantar más. Como el corcho de un alcornoque, la Giralda va perdiendo piel hasta llegar al casco del Giraldillo, ya desprovista de defensas, donde desaparece. No sé qué habrá por encima de la pluma que corona la veleta. Quizás uno de esos espacios reservados para que guardemos recuerdos y nostalgias, porque a algún lado tendrán que ir, ¿dónde irá la torre si no cuando desparezca, convertida en suspiro, descargada del peso de la piedra?

Los recuerdos tienen sus propias dinámicas como las tienen las ciudades y las torres. Desde hace un tiempo hago una lista de las calles donde han vivido familiares y amigos, y la guardo como un tesoro sin ningún valor estadístico, ni científico, ni social, pero me ayuda a hacer menos doloroso el abordaje de los recuerdos afilados, que caen como chuzos de punta justo el día que hemos salido sin paraguas. 

Como un diario al que se le han borrado las anécdotas y las fechas, la lista del centenar de calles y la veintena de ciudades resume muchas vidas, encajadas en un puzzle abstracto. Escrito en un idioma secreto que sólo saben descifrar ciertos miembros del clan, dice así: calle Alfau e Isabel Cabral - Ceuta, Bami, San Salvador, Montecarmelo, Teodosio, Arrayán y Chaves Nogales - Sevilla, Profesor González y Plaza de Andalucía - Cortelazor, Unione Soviética, Giovanni da Empoli y Cavour - Roma, della Madonetta - Venecia, del Españoleto y Juan de Herrera - Madrid, Daguerre - París, de la Concordia - Barcelona, San Fernando - Córdoba, Salvador - Los Santos de Maimona, W 42nd/9th Ave - Nueva York. Y así unas cuantas páginas más, en la que conviven tiempos, personas vivas y muertas, alquileres e hipotecas, familias unidas y rotas, aldeas y megalópolis.

No se trata de trascender, ni labrar en papel –ante la falta de piedra y cincel– una vida claramente insustancial, sino de reunir los recuerdos para tenerlos controlados, compactarlos como el núcleo de la Giralda y poder volver a ellos para no olvidar la voz de mi abuela ni el carraspeo de los cassettes en un Ford Mondeo. Con suerte, si sobrevive, su función más exitosa será provocar un quebradero la cabeza a quien dé con la libreta, dentro de algún siglo, e intente establecer una hipótesis sobre qué tesoro, arma o maleficio se esparcía por esos lugares, como esas teorías conspiranoicas que revelan mensajes satánicos en las canciones de Justin Bieber o códigos en morse en las dunas del polo norte de Marte. Mientras me cruza ese pensamiento absurdo aprovecho para incorporar una línea más: de Carranza – Madrid.