Cuando estoy en Córdoba vuelvo a reencontrarme con momentos inolvidables como aquella primera vez con la excursión del colegio saliendo de noche desde mi pueblo, llegando a los pies de la Mezquita y contemplando el Puente Romano caminando sobre el suelo empedrado de la ciudad romana y árabe.

Tantas veces después bajo los arcos y las columnas de la joya andalusí, en un claroscuro de sensaciones y secretos milenarios. Esos rayos de luz que se manifiestan tímidamente te recuerdan otros días de colegial, de adolescente, de universitario y como abogado perdido voluntariamente en sus penumbras en una soledad querida.

Se alza el alminar sobre las fuentes y naranjos y te trae a tu memoria aquel viaje con el profesor de Historia del Arte, Don Fernando, y aquellas dos compañeras de clase, una rubia y otra morena; las dos me gustaban pero tenían novio ¡Qué jóvenes para tener pretendientes! Mientras que Zaida me miraba fijamente y yo no le echaba cuenta, subiendo los peldaños de la torre rodeados de paredes de piedra vieja con inscripciones que revelaban anhelos y quejidos, añoranzas y deseos.

¡Qué belleza de paisaje cordobés desde lo más alto del alminar! La judería, no quiero nada más.

Paseos por calles de paredes blanqueadas y patios engalanados desde la Plaza de Maimónides aquel día de julio recién salidos del confinamiento, me encontré enfrente de mi hotel un gran cartel con un toro enorme y caras de toreros, un arco de piedra entre tejados, paredes encaladas, flores, piedras, esquinas confidentes y apenas un murmullo de algún visitante en una ciudad sola que se entregaba a mi aquel cálido día en que descubrí de nuevo, solo, a una Córdoba inmortal que me invitaba a conquistarla. Medina Azahara, tus jardines, tan lejos, tan cerca.

La Facultad de Filosofía y Letras, majestuosa ¿Qué mejor lugar para leer y escribir? ¿Qué mejor monumento para recorrer sus silenciosos pasillos y subir las empinadas escaleras con el imponente óleo del Cardenal Salazar, Obispo de Córdoba? Y parar arriba contemplando el patio y sus palmeras sigilosamente sin que te vean esos estudiantes que sentados en un banco disfrutan de sus días de universidad que tú añoras, a través de los vidrios de las ventanas de madera vieja. Tejados que sobrepasan las hojas de las palmeras como si quisieran tocar el cielo inmensamente azul.

¿Será verdad que hay algunos visitantes misteriosos que se aparecen por esos oscuros pasillos o es solo un bulo esgrimido por los que quieren aún más intimidad en su lugar querido?

La calle Romero me ofrece su taberna El Churrasco siempre abierta para saborear los manjares cordobeses acompañados por un fino cordobés muy frío ¡Que no osara yo pedir una manzanilla u otro vino, pues mi amigo el camarero no me lo iba a servir teniendo vino allí tan gentil ¡En efecto, sería una ingratitud rechazar el licor ofrecido!

Y me acerco caminando por esas calles estrechas inolvidables hacia la Mezquita, pasando por Casa Pepe, para pronto encontrarme en la Noria junto al Puente Romano y pasear por los jardines que la rodean en paralelo a los jardines del Alcázar sin un ruido que aquiete mi reencuentro con Córdoba, que me invita a vivir aquí junto al río sin límites en la contemplación del paraíso de los emires y califas.

El cantar de los pájaros, las cigarras, hojas y ramas de árboles que se mueven pese al calor de la una de la tarde en una ciudad vacía y su río Guadalquivir ojo avizor, privilegiado protagonista que desde ahí abajo divisa esas maravillas. Y las Bodegas Campo, para hacer una parada que sacie la sed de este visitante fugaz.

No es una huida, no es un rechazo al río, pero mi instinto me lleva de nuevo a la catedral para recordar una de mis primeras visitas a la capital acogidos por mi tío el Vicario que invitaba a mi padre, su querido primo, a conversar indefinidamente tomando unas copas de vino sin prisas por comer y con nosotros los jóvenes jugando al billar en aquella sala acogedora de la sacristía.

Julio Romero de Torres y sus mujeres morenas, elegantes y de mirada infinita, a la vez discreta y distante ¿O era siempre la misma? ¡Qué sabremos nosotros de sus vivencias y confidencias! Giocondas cordobesas modelos del pintor de mujeres.

Algo me vuelve a atraer otra vez a la judería, en estas calles donde escucho solo mis pisadas en un meditar cual estoico discípulo de Séneca, criado en estas calles antes de viajar hacia la gloria de Roma y que aún me habla desde una isla lejana en el mediterráneo recordando su pasado y sus experiencias sobre lo divino y lo humano. Todo sigue igual en esta tierra milenaria llena de secretos que podremos descubrir junto al filósofo Averroes siendo conscientes de la convivencia de todas las culturas y creencias.