Entre los movimientos culturales de los sesenta y los setenta destacó la Internacional Situacionista (IS), comandada por Guy Debord y acompañado de una masa de jóvenes artistas comprometidos con cambiar el mundo. Ahí estaba Constant Anton Nieuwenhuys, un holandés embelesado por el nomadismo de los gitanos y la musicalidad el flamenco. Fue en Sevilla, después de haber visitado el campamento gitano de Alba, en el Piamonte italiano, donde encontró la inspiración necesaria: en la improvisación que irradiaba el taconeo del baile, entre volantes, palmas y la fascinación propia del ojo extranjero, reconoció la representación más pura de la insumisión y la transgresión, que luego aplicaría a su gran proyecto de vida, la Nueva Babilonia.
Con la relectura de la torre bíblica, Constant proponía una ciudad lineal que recorría la Tierra, separándose del suelo unos metros, sin tener que depender de los límites costeros o el relieve topográfico. Una ciudad elevada desde Moscú a Los Ángeles, pasando por Ámsterdam, Nueva York y Sevilla, en la que no había normas ni trabajo, sólo fiesta, baile y experimentación. Poco después de los paseos de Constant por Triana, José Luis Ortiz Nuevo aplicó esos mismos principios de improductividad desde la concejalía de Fiestas Mayores instaurando el "Lunes de resaca" como festivo municipal. Una suerte de onomástica que convertía acciones no productivas –beber, comer, encontrarse, bailar– en fiestas sagradas y protegidas, merecedoras de un día posterior de descanso.
Ortiz Nuevo refrendaba así las ideas de Debord y Constant, que habían descrito la sevillana como una sociedad de una teatralidad profesionalizada, con una querencia inconsciente por un modo de vida anticapitalista. Años antes, Luis Cernuda ya había descrito Andalucía como una tierra nómada, –"no la busquéis en parte alguna, porque no estará allí"–, dibujada más como un misterio sin resolver que como la tierra de su cuna. Los adjetivos con los que el poeta de la calle Acetres describe Andalucía –"perezosa y activa, vívida y soñadora"– reflejan una imagen definida de un estado de ánimo inmediato, contemporáneo y atávico a la vez, en el que se mezclan tópicos, desarraigos y algo de verdad. Una tierra lejana desde el exilio pero siempre presente, porque las palabras construyen mundos como lo hacen los ladrillos. Por eso el teatro y la máscara, tan andaluces y tan shakespearianos, son arquitectos de una iconografía propia, de un lenguaje que seduce y atormenta en tazas proporcionales, secuestrado tantas veces por voces burlonas.
Ese abecedario de símbolos alimenta un lenguaje combinado de universalidades y localismos: un idioma con el que sentimos en nuestras carnes las contradicciones del rey Hamlet cuando nos toca sacrificar al Gran Poder por ver a la Macarena; una jerga con la que imaginamos una Nueva Babilonia en los Gordales, cuando aún las estructuras desnudas de las casetas no han sido enteladas; una lengua con la que recorremos el mundo entero a través de una crónica de Núñez de Herrera. Los clásicos, como Sevilla o Shakespeare, son una fuente inagotable de imágenes mestizas, entre la verdad y la mentira. Más que ser o no ser, se trataría de estar siendo y siendo estando.
Hay momentos en los que esas Babilonias ficcionadas e inconfesables se cruzan con el mundo real, el mundo de catastros, muros de piedra y facturas de la luz. Justo en una de esas grietas del Matrix del tiempo cayó el escritor Javier Marías en 1997, cuando heredó un islote rocoso entre Antigua y Barbuda. En vez de entregarse a los brazos de la realidad, enfundándose la máscara del sur, asumió el cargo con responsabilidad y se entronizó como rey Xavier I, como reza hoy su lápida. Del fantástico reinado surgieron el ducado de la Isla del Día de Antes, ostentado por Umberto Eco o el de Nervión, en manos de Frank Gehry. Marías nunca llegó a visitar la isla, desocupada tras la Segunda Guerra Mundial, pero allí se alojaba, entre hojas sueltas y pastas duras, una biblioteca completa de fábulas, como la suya propia, una demostración científica de que la utopía aunque no se vea, existe y pesa igual que el acero.
Ahora se publica el último y definitivo libro de la editorial Reino de Redonda, 'Duelo sin brújula', escrito por Carme López Mercader, su mujer, quien construyó un lenguaje que solo entendían ellos dos. En la escritura encontró el remedio para el dolor de la pérdida, como otros tantos utilizaron la máscara y el teatro para evadirse de las penurias de esta tierra. El idioma entre López Mercader y Marías, aunque ya muerto, es inmortal, como los relatos de ciudades infinitas, de reyes sin tierras y de paraísos comunales, como todas las Babilonias sepultadas bajo esa espesa capa de fango que nos ocupa.
"Allá, allá lejos / Donde habite el olvido", en la isla incierta del poeta, vivirán siempre sus historias. Larga vida a los mundos mágicos del rey de Redonda, a la tierra doliente del duque exiliado de Acetres y a los cielos imposibles del holandés que erraba entre volantes.