Aún recuerdo la primera vez que vi la película "El turismo es un gran invento". Aquel filme de los años 60 narra el impulso de lo que en España se ha venido llamando, a mi juicio erróneamente, "la industria" del Turismo. Todo ello impregnado por la magistral actuación y la simpatía del inigualable Paco Martínez Soria, quien interpreta a un alcalde de un pequeño pueblo aragonés que les promete a sus paisanos convertir aquel lugar en un gran centro turístico. Pero, siempre que veo aquella película, me hago la misma pregunta, ¿es el turismo un gran invento?

Que España ha sido, desde hace décadas, un destino inigualable para el turismo es indudable, lo que ha potenciado el desarrollo de numerosos servicios asociados a esta actividad económica. Sin embargo, en cuestión de años hemos percibido cómo las ciudades han sufrido una profunda transformación que ha afectado al desarrollo urbano y social de las mismas.

Basta con ver cómo buena parte de los bloques de vecinos de las zonas céntricas están dando paso a pisos turísticos, obligando a los habitantes a moverse hacia las afueras de la ciudad. También cómo los edificios históricos se han reconvertido en hoteles de alto nivel, privando de su disfrute a los autóctonos.

Y qué decir del comercio local, de aquellas tiendas de barrio tradicionales que poco a poco han ido desapareciendo, ya sea en favor de grandes marcas que ofrecen productos internacionales sin arraigo o en beneficio de tiendas de recuerdos para turistas, cuyos productos, en muchos casos, ni siquiera están hechos en nuestro país. Por no hablar de aquellos bares y restaurantes que han decidido excluir de sus cartas el montadito o la ensaladilla, para darle paso al pan bao o el ceviche, en un acto más de abandono de nuestras raíces.

Pero no solo el paisaje ha cambiado, también el paisanaje. Pasear hoy en día por el centro de Sevilla es como perderse en una especie de Torre de Babel, donde a veces, en determinados contextos —y lo digo sin exagerar—, sorprende escuchar un habla de la tierra entre tanta lengua foránea.

Pero no me malinterpreten. Esta reflexión no es un alegato contra el turismo, ni un argumento para aquellos que se suman al discurso de la turismofobia, demonizando al visitante. Porque, en el fondo, todos hemos sido, somos y seremos turistas alguna vez y disfrutamos también de las mieles que conlleva conocer nuevos lugares, culturas y gastronomías.

Ahora bien, esta reflexión es una crítica al modelo que turismo que se ha ido creando en las últimas décadas. Ese turismo salvaje y deshumanizado que va devorando poco a poco las esencias más puras de las ciudades, convirtiendo los espacios tradicionales en meros parques de atracciones desprovistos de alma y dirigidos para el placer efímero y fugaz de aquellos que están de paso. De aquellos que simplemente van buscando la foto para poder presumir en redes sociales del "yo estuve aquí". Aquellos que piensan más en la imagen que el disfrute de la grandeza de la Giralda o de los detalles pictóricos de los «murillos» del Bellas Artes.

Por eso es comprensible el hastío de la gente, cansada de sentir cómo se prioriza al visitante por encima del oriundo. Esa frustración ha sido el detonante de las manifestaciones que en los últimos meses han llevado a los ciudadanos a decir: "¡Basta!". El caso más reciente, el vivido el pasado sábado en Sevilla.

Porque la peor sensación que puede experimentar un residente local en estas circunstancias es sentirte un extranjero en tu propia ciudad, ver cómo aquello que has vivido y conocido, que forma parte de tu identidad individual, va dejando paso a una nueva realidad impersonal.

Quizás ha llegado el momento de pensar en nuevas formas de gestionar el turismo de manera más equilibrada y sostenible, priorizando las necesidades de quienes viven y construyen día a día la esencia de la ciudad. Tal vez sea el momento de replantear el modelo turístico, de escuchar y dar voz de los vecinos y de apostar por políticas que protejan la identidad y los derechos de quienes, generación tras generación, han hecho de la ciudad lo que es hoy.