En 1859, Charles Dickens publica en treinta y una entregas la novela “Historia de dos ciudades”, una crítica social que tiene uno de los inicios más conocidos de la literatura —“Eran los mejores tiempos, eran los peores tiempos, era el siglo de la locura, era el siglo de la razón”—, en la que se recorren los momentos previos a la Revolución Francesa. El juego planteado consiste en que para explicar Londres hace falta estudiar París, y para entender París es necesario recorrer Londres. Este intercambio de roles entre ciudades puede inspirarnos y llevarnos a descubrir la verdadera Sevilla, entre rituales y tiempos extraordinarios, en alguna otra ciudad, convertida en un anverso de ella, en las antípodas complementarias donde reside su misterio.

Buscando Sevilla en los archivos digitales de los principales museos del mundo se da con resultados nada evidentes. Objetos, cuadros y piezas varias que se alejan de la imagen prefabricada que, desde dentro, parece querer proyectarse: en las trece entradas que el MoMA de Nueva York proporciona al introducir “Sevilla” se encuentran seis fotografías de la serie realizada por el Henri Cartier-Bresson en 1933, en la que representa a niños jugando entre edificios ruinosos, una de la fotógrafa suiza Claudia Andújar con el título “Dying Donkey at the Seville Fair” [Burro moribundo en la Feria de Sevilla], fechada en 1959, dos obras de Brassaï —la primera titulada “Naked Woman of Seville”, de 1934 y 1935, de la que se desconoce su ubicación, pudiendo tratarse de uno de sus grafitis parisinos, y otra “Amour de pigeon dans le parc de Séville”, parte de su reportaje de los años 50—, dos bocetos de Santiago Calatrava del Puente del Alamillo y otra de la maqueta del proyecto para la Plaza de la Encarnación del arquitecto alemán Jürgen Mayer.

La colección representa una ciudad difícilmente reconocible para quienes desde fuera creen que se viste con sombreros de ala ancha, y para los que desde dentro la consideran el Edén terrenal. La mirada afilada de Claudia Andújar y Brassaï desarman los argumentos de uno y otro grupo: la Feria puesta frente al espejo de la precariedad animal, con un burro agonizando en el Real, y la regionalista plaza de América ensombrecida por dos insignificantes palomas. Por otro lado, la colección de Cartier-Bresson y su grupo de niños jugando entre escombros, según recoge la descripción del museo, “surge de la relación recíproca entre dos formas de ver el mundo; de hecho, sólo dos de los niños están en movimiento, pero la vitalidad del patrón gráfico infunde a todo el cuadro la energía anticuada de la juventud”.

Esa escena de algún barrio sevillano olvidado se suele usar para explicar un recurso que Cartier-Bresson tomaría a partir de entonces como herramienta, “el momento decisivo”, que vendría a ser ese instante en que la figura humana realiza la acción perentoria que determina su futuro inmediato: aquel miliciano cayendo en combate que Robert Capa retrató en 1936 en un campo español, la paloma alzando el vuelo en el Parque de María Luisa, o los niños pregonando las magulladuras inmediatas en sus rodillas. Capturados por la fotografía, todos esos momentos siguen generando sorpresa y admiración, como lo hacen el grito de Munch o el alarido desconsolado de la Medusa de Caravaggio. El dolor, la libertad o la alegría capturados pequeños legajos de gelatinobromuro de plata sobre papel.

Sin salir de Nueva York, el Museo Metropolitano (The Met), devuelve 493 resultados para “Seville”. Un número sorprendente si no advertimos que la mayoría son azulejos del siglo XVI cedidos por la Myron and Anabel Taylor Foundation. Entre tanta cerámica, que explica el vacío de los zócalos expoliados en las casas del centro, aparece un Niño Jesús triunfante de Juan de Mesa, varios retratos reales de Velázquez, escenas entrañables de Murillo, un magnífico entierro de Cristo de la Roldana o una litografía de Mariano Fortuny que parece capturar varias décadas antes que Bresson el “momento decisivo” de una riña de mendigos en la calle.

En la página 19 del buscador, después de trescientes obras consultadas, el anverso de Sevilla se vuelve evidente: si Dickens tuviese hoy que buscar su alter ego no la encontraría en ninguna ciudad sino en las imágenes saqueadas, en el rostro de San Juan Bautista de Martínez Montañés arrumbado en una sala de la Quinta Avenida, en los amuletos romanos del siglo I, en el busto de Pietro di Torrigiano; la encontraría alojada en miles de imágenes proyectadas en la pantalla del ordenador. Una ciudad dispersa, sin calles ni casas, en la que las palabras del escritor resuenan como una revelación: “Eran los mejores tiempos, eran los peores tiempos, era el siglo de la locura, era el siglo de la razón”.