Los negatoscopios son esos cuadros de luz blanca utilizados por los médicos para observar con mayor nitidez las radiografías. En alguna visita médica he imaginado llevarme uno a casa para ver el interior de otras cosas: libros, cuadros, esculturas, incluso edificios, como si fuese posible abrirlos en canal y contemplar sus órganos con claridad. En esa imagen en blanco y negro serían visibles las heridas sufridas por las piezas, las inquietudes afrontadas por sus autores o las ideas que las inspiraron, abriendo campo a una nueva disciplina, algo así como una traumatología de los objetos.
Aunque se pudiera contar con esa máquina, nuestra visión siempre estaría condicionada por la singularidad de cada nervio óptico, que crearía nuevas bifurcaciones, interpretaciones marcadas por experiencias previas, por nuestra manera de codificar el mundo. Marcel Proust, quizás el escritor que mejor haya descrito la madeja de sus recuerdos mediante la palabra utilizó algo parecido a un negatoscopio para desvelar las heridas de su infancia.
"En busca del tiempo perdido", una novela disfrazada de autobiografía, se sitúa en una ciudad imaginaria, Combray, en la que se suceden anécdotas distraídas y vagabundeos burgueses, con los límites entre la ficción y las vivencias reales totalmente difuminados. Tanto es así que en 1971 Illiers, la ciudad natal del escritor, es rebautizada como Illiers-Combray. Del relato quedará el mito de la magdalena de Proust, ese viaje al pasado que se emprende al oler una fragancia habitual de la infancia, sea una bocanada de incienso o un guiso recién preparado.
El alumbramiento de esa obra universal es en sí una historia de amagos e inseguridades que desvelan lo tortuoso de la creación: existen hasta cuatro versiones "definitivas" anteriores a la verdaderamente definitiva. Cada intento de cerrar el libro se convierte en un replanteamiento de los cambios recién incorporados. El texto enviado al mecanógrafo es reescrito y reenviado, después cambiado línea por línea para, finalmente, pegar trozos de papel con apuntes a mano en los márgenes.
En una carta enviada a su amigo y consejero Louis Vaudoyer en 1913, el escritor confiesa: «Mis correcciones hasta ahora (espero que esto no continúe), no son correcciones. No queda ni una línea de las veinte del texto original (reemplazada por otra, por cierto). Está rayado, corregido en todas las partes blancas que puedo encontrar, y pego papeles en la parte superior, inferior, derecha, izquierda».
La retrospectiva de Proust, leída como un autorretrato exhaustivo, recuerda a la historia contada por Rafael Argullol en "Visión desde el fondo del mar". En el capítulo "Retrato con cabeza cortada" narra la historia de un pintor alemán, Hans Berg, que proponía extirparse el glóbulo ocular sin seccionar el nervio óptico, "de manera que, guiándolo hacia su cara y enfrentándolo a ella, pudiera por fin contemplar con exactitud cómo eran sus rasgos".
Ante la negativa de varios cirujanos, es él mismo quien se practica la operación. Entre un dolor insoportable y un torrente de sangre, Berg consigue verse por unas décimas de segundo: un autorretrato sin la distorsión del espejo o la pintura. La automutilación del pintor es un ejercicio de introspección corporal y mental, desconfiando de la veracidad de su reflejo proyectado, algo que Proust conseguiría sin necesidad de amputaciones.
Para analizar la ciudad en la que hemos nacido, esa Illiers particular de cada uno, existen alternativas menos sangrientas: por ejemplo, la técnica que defendía Bertold Brecht consistente en una mirada que fuese original y extranjera a la vez, dejando una distancia prudente entre el sujeto y el objeto sin perder el filtro de la familiaridad que nos da el haber nacido de sus entrañas. Seguirían siendo imágenes distorsionadas, algunas hiperbólicas, otras edulcoradas, otras desafectas, pero serían lo más parecido a una imagen de nuestro esqueleto proyectado en un negatoscopio.
La insatisfacción del escritor con las versiones de su manuscrito conduce a un terreno inquietante, oscuro, en el que ningún propósito acaba de culminarse. Sin embargo, ilustra a la perfección el proceso de construcción de cualquier ciudad, al principio inmaculada como las hojas en blanco de Proust, y finalmente ocupada hasta la última partícula de celulosa. En tramas tan escritas y reescritas como Sevilla quedan pocos espacios en blanco, como si todo estuviese ya decidido, sin oportunidad de vivir un giro final de guion. Parecería que sólo nos queda releerla.
Sin dislocarme el nervio óptico, aplico el método Brecht para mirarla y encuentro una ciudad de comercios expulsados con la fuerza centrípeta de un tróley, solares convertidos en objetos especulativos, tranvías hacia ninguna parte y un calendario jalonado por un ciclo infinito de efemérides, con la celebración del pasado como deporte local favorito. "Tener una historia no significa necesariamente tener un destino", sentencia Antonio Scurati. Mientras, el negatoscopio alumbra un esqueleto artrítico, un libro sin márgenes, una ciudad entregada al olor de una magdalena.