Siempre me he considerado una persona observadora. Me gusta contemplar con detalle lo que sucede a mi alrededor como una forma de aprender y disfrutar del mundo. Desde hace algún tiempo, confieso que presto especial atención a las relaciones humanas y a los pequeños gestos cotidianos que nos conectan: entrar a un comercio, subir al transporte público o compartir un trayecto en ascensor. En esos momentos sencillos, cada vez es más común encontrar a personas absortas en la pantalla del móvil, aisladas del entorno con los auriculares o, incluso, omitiendo el saludo o la despedida por mera cortesía. Sin embargo, lo que más me llama la atención en los últimos años son los rostros inexpresivos de algunas personas, como si estuvieran ausentes de la sociedad que les rodea. Caras que no se atreven siquiera a esbozar una sonrisa amable al cajero que nos atiende, al pasajero que se sienta junto a nosotros en el autobús o al compañero casual en el ascensor. Esto me lleva a reflexionar sobre el extraordinario poder que puede tener una sonrisa.

La sonrisa es uno de los gestos más universales y poderosos que poseemos como seres humanos, capaz de trascender culturas, idiomas y barreras sociales. Es una puerta abierta a la conexión entre individuos, una herramienta invaluable en nuestras relaciones personales y profesionales. Cuando alguien sonríe, no solo expresa alegría o simpatía; también transmite un mensaje implícito de confianza. Un gesto tan sencillo como es una sonrisa puede desactivar tensiones, suavizar malentendidos o romper el hielo en situaciones complicadas. Por no hablar, si atendemos a estudios científicos, que, al sonreír, nuestro cerebro libera endorfinas y serotonina, sustancias que además de hacernos sentir bien nos ayudan a reducir el estrés.

En el ámbito social, siempre les digo a mis estudiantes universitarios de Retórica que una sonrisa nos predispone favorablemente hacia los demás. La interpretamos como una señal de amabilidad y disposición para el diálogo. Además, tiene un poder persuasivo innegable: puede convencer, seducir y hacer que nuestro mensaje sea más eficaz. El propio William Shakespeare lo resumió con maestría: «Es más fácil obtener lo que se desea con una sonrisa que con la punta de la espada». Pero ahí no acaba todo, el médico francés Guillaume Duchenne, en el siglo XIX, llegó a descubrir el tipo de sonrisa más eficaz, que obviamente, fue bautizada con su apellido. Y ya en el siglo XX, el psicólogo estadounidense Paul Ekman ha demostrado científicamente la complejidad y riqueza de este gesto, identificando incluso 18 tipos diferentes de sonrisa.

Pero hay que decir que la relevancia de la sonrisa ha trascendido a la literatura y el arte. ¿Quién no recuerda los versos del sevillano Gustavo Adolfo Bécquer cuando declama aquello de «por una sonrisa, un cielo»? ¿O la eterna expresión de la Gioconda, de Leonardo Da Vinci, que ha fascinado a tantas generaciones? También el cine es un gran ejemplo de sonrisas famosas, como la inquietante y macabra mueca de Jack Nicholson en El resplandor o la dulce y encantadora expresión de Audrey Hepburn en Una cara con ángel.

En esencia, una sonrisa no solo ilumina el rostro de quien la porta, sino también el de quienes la reciben. En un mundo marcado por la prisa, el estrés y la indiferencia, sonreír es un acto sencillo, pero profundamente transformador. Al ofrecer una sonrisa, sembramos un pequeño pero significativo cambio que puede mejorar tanto nuestras vidas como las de quienes nos rodean. Por ello, la próxima vez que se crucen con alguien, en una tienda, en el autobús o el ascensor, ofrézcanle una sonrisa, quizás les agrade ver qué sucede.