Hablaba Antonio Muñoz Molina en una de sus columnas en El País que habrá que esperar un tiempo prudencial para ponerle un nombre al nuevo fascismo, el que hoy gobierna países hasta hace poco vacunados de él. El odio como alimento cotidiano, la cosificación del enemigo o la verborrea de mentiras son estrategias más que conocidas, pero difíciles de nominar.

El fascismo del siglo XX no tiene las mismas armas –abandonó la violencia física sustituyéndola por la erosión de derechos y un disfraz parlamentario– ni las mismas caras, aunque sus gestos se parezcan mucho a los de ahora. 

Contaba el escritor de Jaén que una las claves del éxito de Hitler fueron los avances tecnológicos en la megafonía. Sin ellos, quizás, el fervor de esas masas hubiera sido menor, y su propagación más lenta, quizás Hindenburg se lo hubiera pensado dos veces, o el mensaje directamente no hubiese llegado a los del final de la fila, que se habrían vuelto a sus casas con la decepción de no haber entendido lo que aquel hombre vociferaba.

Hitler en Viena, Mussolini en Roma, Trump en un espectáculo de pressing catch.

Hitler en Viena, Mussolini en Roma, Trump en un espectáculo de pressing catch.

La realidad fue distinta: antorchas, montajes arquitectónicos vigorosos, un mensaje encendido y una veneración por aquel símbolo fashion, la esvástica, y aquel hombre que hablaba "el lenguaje del pueblo". Hoy los avances en la tecnología aceleran la propagación de las mentiras con la misma capacidad resonante de los altavoces de Nuremberg, mientras la aburrida y apoltronada democracia, muy poco de moda, se desgasta en una sangría ineficaz de desmentidos. 

Resultaría sencillo hacer una lista actualizada de aprendices de Goebbels. El escuálido ministro de Propaganda sentó cátedra en eso de alimentar las vísceras de los desencantados; 90 años después resulta desalentador ver a jóvenes obnubilados con chamanes que sustituyen la cruz gamada por ardillas. Eso es lo cool, lo gamberro, lo alternativo, cuando en realidad refleja lo penoso de la sinrazón y el peligro de la veda abierta, sin límites ni control, por las redes sociales.

Esta semana un diputado benjamín de Vox declaraba en el Congreso: "Gracias a las redes sociales, muchos jóvenes están descubriendo que la etapa posterior a la Guerra Civil no fue una etapa oscura, sino de reconstrucción, de progreso y de reconciliación para lograr la unidad nacional". Sobran las palabras.

El fascismo renovado ha abandonado la fuerza, pero no la gestualidad física ni la violencia verbal. En otro artículo periodístico, Iker Seisdedos contaba la estrecha relación de Trump con el pressing catch, esa mezcla entre arte marcial y circo en el que dos luchadores parecen machacarse a golpes, aunque en realidad se trate de una danza sincronizada.

La UFC, antigua WWE, mueve millones de dólares con estos espectáculos y sus respectivos derechos de imagen. El apoyo económico de sus ejecutivos, y el voto de sus seguidores, explican parte del éxito electoral del presidente condenado, que los ha premiado nombrado a una antigua directiva, Linda McMahon, nada menos que con la secretaría de Educación.

Con estos precedentes hace unos días me topé con un vídeo en TikTok (plataforma líder en la consulta de información para las nuevas generaciones) de entrevistas callejeras en el que preguntaban a una veintena de chavales si votarían por Donald Trump o Kamala Harris en unas hipotéticas elecciones españolas. Lejos de los que podría pensarse, la mayoría de hombres apostaba categóricamente por el magnate.

Esa doble anécdota, el nombramiento de McMahon y la elección de los entrevistados, dibuja un horizonte oscuro: en Estados Unidos la educación en manos de una CEO experta en peleas de gallos y en España un sistema cada vez más privatizado, en el que el aula se ha quedado pequeña en su labor de formar ciudadanos libres y críticos, con la verdadera escuela de valores –la familia– consumiendo bulos junto al plato de lentejas.

Los avances tecnológicos de hoy son mucho más peligrosos que los micrófonos amplificados de Hitler: la IA en manos de la corriente de los neorreaccionados –conocida como NRx o Ilustración oscura– será capaz de discriminar poblaciones según sus búsquedas en Google, impedirles acceder a según qué servicios por sus bajos ingresos, o por su ideología. La idea defendida por la camarilla del Trump Jr. es que el Estado debe ser gestionado como una gran empresa en la que los ciudadanos son los accionistas, y en el que el éxito o fracaso individual debe decantarse por la ley del más fuerte. 

Con la seguridad de que sería de la primera tanda de los caídos en combate, me agarro al día a día, a los paseos por la Alameda, a los desayunos en el pasaje de Rioja, o una comida soleada en San Andrés, apartando la mirada de las banderas con la Cruz de Borgoña colgadas de los balcones, intentando olvidar las bengalas en la misa por el alma de José Antonio en la iglesia del Santo Ángel, procurando no oír las conversaciones que hablan de derrocar gobiernos democráticos, o chascarrillos que comparan la ideología de género con un chiringuito, mientras las mujeres asesinadas discurren en un goteo incesante.

Cuando los datos dejan de importar, y las banderas nos hacen agachar la cabeza, sólo nos queda rogar la intercesión del patrón de las causas justas, San Expedito, ese santo romano que sufrió el aquelarre anticonstitucional en la mismísima casa de Dios mientras la vida discurría, a pocos metros, con la normalidad de una tostada con carne mechá.