Cuentan que el arquitecto italiano Carlo Scarpa, autor de obras magnas como el Castelvecchio de Verona o la pequeña tienda de Olivetti en Venecia, estaba bastante obsesionado con el dinero. Ya fuese por dificultades de juventud o por mera justicia retributiva, todos sus clientes –incluido el gobierno italiano– debían asumir la condición de un pago rápido. Sus colaboradores vivían en una situación incómoda: mientras el capo demandaba cobros inmediatos, invertía semanas en redibujar todos los planos que recibía de los calculistas estructurales. Cada una de las armaduras de hormigón era estudiada y recolocada con criterios estéticos, en una demostración de su enfermiza fijación por el detalle. Ante las quejas de sus delineantes por la lentitud del proceso –y en el cobro de sus sueldos–, alegando que las armaduras no había que dibujarlas porque no se veían, el maestro respondía: “por supuesto que tienen que ser bellas; algún día aflorarán porque el edificio se convertirá en ruina".
Carlos Scarpa, al igual que Albert Speer –el arquitecto de Hitler–, o Sir John Soane, autor del Banco de Inglaterra –un ávido coleccionista cuya casa es una visita obligada en Londres–, eran conscientes de la vulnerabilidad de los edificios, del carácter biológico de las estructuras. Del mismo modo que los músculos y tejidos de los hombres, también sus muros decaerían en algún momento y sus huesos, como las armaduras, serían su único testigo visible.
Además de imaginar las ruinas que seremos, un capítulo fascinante e inabarcable de la historia del arte, existe un ejercicio análogo que consiste en imaginar cómo eran las esculturas, cuadros o edificios de los que desconocemos su estado original y que hoy se encuentran en ruinas o incompletos. Verle la cara a la Victoria de Samotracia, elucubrar sobre qué estaría haciendo el cuerpo torsionado de la Venus de Milo, imaginar el templo –o lo que fuese aquel edificio– de calle Mármoles, con sus grandes columnas arropando un atrio desaparecido, culminar las cadenas de azulejos incompletos del Alcázar, o ponerle cara al Trajano de Itálica.
El poeta Rainer María Rilke asumió ese reto al soñar con el rostro de una escultura griega descabezada, el Apolo Arcaico del Louvre: “No conocemos la inaudita cabeza / en que maduraron tus ojos.” El apelativo de arcaico se le añadió después del poema, emparejando para siempre la palabra al mármol, como si Rilke hubiese terminado de cincelar los trazos ausentes de la piedra mediante el título de su poema.
Años después, Joan Margarit siguió el rastro de aquel Apolo con unos contraversos bellísimos: “Cautivados por él, todos admiran –imaginándolo completo– el duro rostro del dios, donde hay una sonrisa que saben esculpida en el vacío”. Estas odas al vacío conducen inevitablemente a la imaginación, a rellenar los perfiles invisibles de Apolo de forma libre, en una acción complementaria a la de Scarpa, Speer o Soane cuando vaciaban sus muros pregonando las ruinas que vendrían.
Además de la acción propia de los meses y los años que pasan, otros elementos como el agua o el fuego precipitan el deterioro de la materia, convertidos en esbirros al servicio de los poetas y arquitectos del vacío. En las inundaciones el agua se lleva las partículas de pintura de cuadros, zócalos y estucos hasta las desembocaduras fluviales, diluyéndolas hasta quedar integradas con el ecosistema marino.
Cuando se trata de incendios, la materia se calcina y esparce en el cielo, y estructuras, libros, fotografías y muebles viajan, sin rumbo fijo, desdibujadas, sin rostro, ennegrecidas, en una culminación del tránsito desde la obra de arte a la vulgaridad de la ceniza.
Los grandes incendios guardan una lírica siniestra porque son culpables del borrado de saberes universales a la vez que generan mitos y leyendas, que afloran en medio del desastre como si de las armaduras de Scarpa se tratase. El incendio de la Biblioteca de Alejandría, la pira provocada por las milicias serbias de la Biblioteca de Sarajevo en 1992 o la quema de los libros prohibidos por los nazis, hacen pensar que lejos de perderse, esas hojas escritas se han diseminado como esporas por la cultura Occidental, sembrando la sombra en la que hoy nos cobijamos. Pocos meses antes de la desaparición de la biblioteca bosnia, el Pabellón de los Descubrimientos ardió por la una chispa hasta generar un enorme vacío en el corazón de la Cartuja; siglos atrás una gran ola arrasó Híspalis hasta disgregar sus partículas de piedra caliza en el Atlántico, quizás aún depositadas en los sedimentos más profundos del río. Las llamas brotantes del Auditorio Rocío Jurado nos recuerdan, en una suerte de poema luctuoso, que también la talla quemada de la Virgen del Patrocinio, la de la Hiniesta o la cabeza ladeada del Cristo calcinado de San Bernardo, posan en alguna superficie desconocida, y que quizás en un viaje de vuelta a sus parroquias, fundidos ya con la cal de sus fachadas, siguen en Sevilla, no solo en la memoria, sino en la incontestable verdad del vacío.