Los abogados asistimos a escenas de la vida de algunas personas que nos permiten conocer mejor al ser humano y su conducta, decisiones, comportamientos, aciertos y errores. Muchas de las consultas que atendemos terminan con una entrevista de entre treinta y sesenta minutos y no volvemos a ver más a ese hombre o esa mujer que nos han confiado unos hechos que le preocupan y nos han elegido para que le asesoremos en derecho. Aunque no solamente les orientamos teniendo en cuenta la ley, la doctrina y la jurisprudencia, sino que aconsejamos también en base a nuestra experiencia profesional y personal.
Una parte de esas primeras citas terminan en la firma de un contrato por el que el cliente nos encarga formalmente su caso y estaremos a su lado meses o años hasta que finalice el proceso. Igual le pasa a los médicos, quienes no solo escuchan al paciente cuando les expone sus síntomas, lo diagnostican y le facilitan un tratamiento. Sino que asisten en sus consultas a vivencias que no hubieran conocido si se hubieran dedicado a otra profesión, sirviéndoles su práctica para entender mejor la conducta humana.
Reconozco que no me sorprenden la mayoría de los casos que me confían mis clientes, pues mis treinta y cuatro años de intenso ejercicio de la abogacía y los miles de procesos en los que he intervenido me han proporcionado una experiencia que recoge las más variadas situaciones en las que puede encontrarse una persona respecto a sí misma y para con los demás.
He aquí mi reflexión sobre un reciente caso que una bella joven me ha consultado en una reunión que se prolongó durante varias horas y en la que ella me confesó unas vivencias en las que ha sufrido mucho pero al mismo tiempo le han servido para aprender de unos errores en los que incurrió al caer en las redes de un individuo con las peores intenciones.
Nuestros padres y nuestros profesores nos enseñan y dan valiosos consejos, al igual que nuestra religión y nuestras creencias nos forman para conducirnos en la vida. Cómo no, la buena literatura, la filosofía, la historia. Más aún, nuestra propia experiencia día a día, año a año. No obstante, cometemos errores, algunas veces grandes errores. A pesar de que estábamos sobre aviso y deberíamos haber actuado de forma más acertada.
Los hechos a los que me refiero y que no puedo revelar con detalle pues debo respetar mi secreto profesional, versan de cómo un hombre mucho mayor que ella, aprovechándose de su necesidad económica, se ofreció a ayudarla sabiendo que ella lo admiraba.
De ahí se pasó sin solución de continuidad a una situación en la que esa joven debería haberse negado a participar, darse la vuelta y huir del lugar antes de que ya fuese demasiado tarde. Pero ella fue vencida por sus apuros, el embeleso por él a pesar de todo y el desconcierto que sufría al no estar segura de si estaba en un sueño o la realidad.
Vendió su alma y su cuerpo al diablo, traicionándose a sí misma con todo el dolor, y no una vez sino muchas creyendo que aseguraba así su futuro profesional y financiero arrepintiéndose solo en parte de lo que había hecho. Volvió a entregarse una y otra vez, llorando, enfermando, sufriendo. Fue denigrada, vilipendiada y abusada. Sabía que ella no debía admitirlo pero había caído en la trampa que una mala persona con mucho dinero y poder le había tendido.
Y finalmente, a pesar de que esa atractiva mujer creía que su vida a la vez deslumbrante y a la vez perniciosa iba a durar para siempre, fue de la noche a la mañana abandonada perdiendo todas sus pertenencias. El malhechor se permitía prescindir de su víctima tras el daño que le había infringido pues ya no le era tan útil para satisfacerle y podría seducir a otras que la sustituyesen.
Así, esta pobre y bellísima dama entregó lo más valioso a ese malvado y ruin impostor para verse finalmente privada de la limosna que él le entregaba. Vendió su alma y se vio desposeída de todo.