Kasímir Malévich representa a la Unión Soviética en la Bienal de Venecia de 1923 con "Cuadrado negro", una obra que un siglo después sigue dividiendo a quienes lo contemplan entre fanáticos y escépticos. Ocho décadas después, el alemán Gregor Schneider proyecta para la Bienal de 2005 el "Cube Venice", una estructura de tuberías metálicas recubierta con una tela negra, pensada para ser instalada en la plaza de San Marcos. Aunque el artista había explicado que era un homenaje al cuadro de Malévich, padre del suprematismo ruso, el ayuntamiento prohíbe su construcción y la reproducción de cualquier imagen del proyecto alegando que recordaba a la Kaaba de La Meca, lo que podía herir la sensibilidad de los musulmanes. Un año más después, Schneider vuelve a intentarlo con el "Berlin Cube 2006", que es nuevamente rechazado. El proyecto acaba construyéndose ese mismo año en Hamburgo, en el marco de la muestra "El cuadrado negro: Homenaje a Malévich", compartiendo programa con obras de Ad Reinhardt, Carl André, Bruce Nauman, Donald Judd o Richard Serra.
La historia no acaba allí: poco después se levanta en la Dehesa de Montenemedio de Barbate el "Cube Cadiz". La pieza no difiere demasiado de sus antecesoras, con la excepción de la tela, que cambia del negro al blanco. Como el eco proyectado y repintado de la Kaaba, el volumen surge en una llanura como una aparición mariana, inmaculado y geométrico, un monumento cósmico recién aterrizado en Cádiz. Está cuarta variación del cubo recuerda a las "Minimal boxes" de Donald Judd, el artista americano que empeñó su carrera en capturar el paisaje a través de volúmenes limpios y básicos, como Malevich o Schneider, comprimiendo el mundo al máximo, encerrando todos los territorios planetarios en un archivo .zip en forma de cajas.
Esta secuencia de cubos vetados y cubos construidos me persigue recurrentemente. Releo a Nabokov –"El futuro no es más que lo obsoleto al revés"– para imaginar un cuento de navidad en el que es el cubo negro el que alberga la verdadera Venecia, ya inundada y recubierta de algas en un futuro tan triste como cierto. También imagino los cuadrados de Malévich, los negros y los blancos, como piezas que han saltado del lienzo para alcanzar la tercera dimensión, la del volumen, huyendo de los museos para conquistar el mundo.
Las geometrías simples de Malévich y Judd dan la razón a Nabokov en su idea de entender el futuro como la cara oculta de lo obsoleto. Cuando se han estirado las formas y volúmenes hasta el último giro salomónico en un altar barroco o imitado grutas naturales barnizadas de oro, parece que el arte quisiese volver a su estado primario, al automatismo de trazar un cuadrado con las dimensiones mínimas para refugiarse. Si comparamos las plantas de los primeros templos griegos o las primitivas cabañas minoicas –¿no es acaso la casa un templo familiar?– vemos cubos negros y espacios blancos muy parecidos al cuadrado maldito de Malévich. El viaje de exploraciones y experimentos de las vanguardias explica el progreso civilizatorio de una especie que ha alcanzado cotas impensables, pero que todavía anda a tientas descubriendo el justo equilibrio de las cosas.
La paradoja de que el avance artístico haya acabado en el punto de partida invita a pensar en la universalidad de la arquitectura, en que a pesar de la evolución técnica y el vasto conocimiento acumulado, el cuerpo humano está diseñado para acomodarse a unas condiciones espaciales básicas, como si al final del cuento la medida exacta estuviese en Diógenes y su barril.
Entre cuadros rusos, cubos venecianos y altares barrocos, siempre he pensado en que la unidad mínima de la arquitectura está en un palio sevillano. Sus varales permiten, con poquísimos recursos materiales, levantar un refugio protegido con una tela tensionada, de la que caen cortinas que filtran los rayos de la luz del sol, mientras de noche la candelería ilumina las imágenes y la ciudad. La cubierta, de bóveda de cañón como la de la Virgen de los Reyes, bizantina como la de la Concepción del Silencio, o acornisada como la de Montserrat, ofrece una enciclopédica colección de soluciones constructivas. En sus espacios libres, flores de distintas especies, olores y tamaños, representan una porción de naturaleza igual que los balcones cuidadosamente domesticados por los vecinos. Mientras todo eso ocurre, la estructura nómada es capaz de ocupar otras cajas, mucho mayores y huecas, dándose la circunstancia de que si viésemos la planta de un palio dentro de una iglesia veríamos, como en una epifanía sevillana, y a kilómetros de San Petersburgo, la silueta idéntica de un cuadrado sobre otro cuadrado de alguna obra de Malévich.
Sin vetos ni prejuicios, el palio de la Virgen de Consolación de Utrera cruzando el umbral de la Iglesia de los Terceros recordó esa capacidad universal de la arquitecta de acoger ciudades enteras, de ser refugio de un pueblo que sin caber físicamente en esa cajita, se siente protegido en su interior. Cuando finalmente cruzó el atrio se obró lo imposible: dibujar un insospechado Malévich en el centro de Sevilla. Utrera quedó así comprimida dentro de sus varales, en una variación de una de las cajas de Judd, con toda la campiña sevillana condensada en el barquito que cuelga de sus manos.