Cuando paseo por la calle Águilas, en pleno corazón de Sevilla, siempre quedo embriagado por el aroma que desprende el obrador de las clarisas del Convento Santa María de Jesús. Aquel olor, fruto de la mezcolanza de la canela, el ajonjolí y la almendra tostada, me recuerda los acordes de la canción «Alacena de las monjas» de mi paisano Carlos Cano, evocándome una imagen de las hermanas en su cotidiano silencio, entregadas al noble arte de amasar el tiempo entre rezos y dulces. Una labor que no solo moldean exquisiteces, sino que también preserva la esencia de una tradición que sabe a hogar y a devoción y que muchos, en estas fechas navideñas, disfrutamos en nuestras mesas.

Además del dulce y tentador perfume en el que se enlazan la fe y la memoria, cuando paso por delante de algún enclave conventual me detengo a pensar en la vida que se respira tras aquellos muros centenarios. Más allá de la oración y la repostería, muchas órdenes conventuales desempeñan un papel solidario indispensable que trasciende los ámbitos estrictamente religiosos, desarrollando una labor social de manera desinteresada donde la caridad y la asistencia a los más necesitados se convierten en la principal misión.

Esta dedicación silenciosa cobra mayor valor cuando la contrastamos con nuestra sociedad actual. En un mundo de excesos, saturado de estímulos y de placeres inmediatos, donde el tiempo parece escabullirse entre las manos y la hiperconexión domina nuestras vidas, resulta casi inconcebible pensar en aquellas personas que deciden renunciar al hedonismo moderno y eligen dedicar su existencia a la vida ascética. Sin embargo, estas vocaciones, que nos pueden parecer anacrónicas, se alzan como un importante recordatorio de que el ser humano no solo vive de lo material.

Las órdenes religiosas, tanto las contemplativas como las de acción, siguen ocupando un lugar relevante en las sociedades contemporáneas. Más allá de sus obras tangibles, las órdenes conventuales nos ofrecen una perspectiva contracultural, una forma de vida que nos invita a detenernos y reflexionar sobre el sentido de nuestra existencia y nuestras prioridades. Las personas que eligen la vida conventual no solo renuncian al ruido del mundo exterior, sino que también abrazan un estilo de vida que prioriza la interioridad y la búsqueda de lo trascendental. Lejos de ser una huida de la realidad, la vida ascética se convierte en un acto de resistencia frente a una sociedad que a menudo reduce al individuo a seres productivos y consumistas.

No obstante, la supervivencia de estas comunidades no está garantizada y muchas de ellas se aproximan a su desaparición debido, entre otras dificultades, al envejecimiento de sus miembros, la falta de nuevas vocaciones, la escasez de recursos económicos y al abandono progresivo de monasterios y conventos que un día fueron centros de vida y espiritualidad. Sin embargo, ante esta situación surge la oportunidad de buscar una alternativa que garanticen la supervivencia de dichos lugares. Es aquí donde en juego la figura de las órdenes terceras, es decir, aquellas asociaciones de seglares vinculadas espiritualmente a las comunidades religiosas.

Estas órdenes, que en el pasado movilizaron a miles de laicos, podrían ser el revulsivo para mantener vivos los monasterios y conventos. Los laicos no solo pueden contribuir al sostenimiento económico de estos espacios, sino también participar activamente en su dinamización, promoviendo actividades culturales, sustentando la obra social y la labor caritativa, además de preservar el legado espiritual. Recuperar estas tradiciones no significa aferrarse al pasado, sino más bien adaptarlas a las necesidades de un tiempo nuevo. En un momento histórico en el que la soledad, la prisa y el individualismo erosionan el tejido social, las órdenes religiosas, junto con los seglares comprometidos, pueden ofrecer un espacio de comunidad y un refugio para el alma.

Por ello, la próxima vez que pasen frente a un convento, deténganse un instante. Observen sus muros, escuchen su silencio y recuerden que, tras esas piedras centenarias, late una vida de oración, servicio y entrega. Porque en cada esquina conventual puede esconderse no solo un aroma a dulces recién horneados, sino una lección de humanidad que nos interpela en lo más profundo.