"Cosa tan natural era para Ocnos trenzar sus juncos como para el asno comérselos. Podía dejar de trenzarlos, pero entonces ¿a qué se dedicaría? Prefiere por eso trenzar los juncos, para ocuparse en algo; y por eso se come el asno los juncos trenzados, aunque si no lo estuviesen habría de comérselos igualmente. Es posible que así sepan mejor, o sean más sustanciosos. Y pudiera decirse, hasta cierto punto, que de ese modo Ocnos halla en su asno una manera de pasatiempo".
Así comienza 'Ocnos', la obra con la que Cernuda ha condenado a generaciones de lectores a una obsesión kafkiana. La cita está prestada del párrafo final de un ensayo de Goethe, “Polygnots Gemälde in der Lesche su Delphi”. Es imposible reducirla o amputarla porque en la historia del asno y Ocnos se entrevé la relación del poeta con Sevilla: la ciudad es un pasatiempo del que podría prescindir, aunque es incapaz de hacerlo; es una ocupación constante, tediosa como un acúfeno en el oído, y a la vez la proteína que le mantiene erguido.
El fragmento viene del libro X de Pausanias, quien había transcrito unos frescos de Polignoto que adornaban las paredes de la Lesque de Delfos, un lugar de encuentro –una plaza techada, en el vocabulario contemporáneo– de la ciudad sagrada. Goethe no descubre la cita directamente de Pausanias sino a través de su amigo Friedrich Schiller: en la carta n° 935 de su larga correspondencia, le cuenta la historia del asno (asna, para ser precisos), y la de las Danaides, unas musas castigadas a acarrear eternamente vasijas de agua agujereadas. Ambas historias inspiran a Goethe a escribir el ensayo que cambiaría el discurrir de la historia de la literatura sevillana. Si Cernuda no hubiese leído esas cartas, 'Ocnos' se hubiese titulado 'Guirnalda para la juventud', mutilando el portentoso hilo entre Sevilla y el lugar donde se fraguó el espíritu de Occidente.
Cernuda no nombra a Sevilla en 'Ocnos', pero Sevilla siempre está. Un calco de aquello que contaba Italo Calvino cuando el Marco Polo de 'Las ciudades invisibles' nunca citaba Venecia porque todas las ciudades que narraba eran implícitamente Venecia. Una apología de la ausencia que ayuda a entender el profundo cráter que deja la ciudad en el poeta: Sevilla, extraña y lejana, reposa dentro de sus costillas con la misma verdad que los muertos nos acompañan en el recuerdo, sin necesidad de verlos ni tocarlos, pero a los que protegemos y honramos como si nos fuese la vida en ello.
Una de las maneras de recorrer los pliegues de 'Ocnos' es dar saltos, abrir sus hojas y perderse para luego volver al principio. Que el prólogo de Cernuda sea precisamente el epílogo de Goethe es un gesto astuto, muy sevillano, aunque no el único: el último poema del libro sólo aparece en la primera edición. En las posteriores Cernuda decide eliminarlo, borrarlo del mapa como si nunca hubiese existido. Titulado 'Escrito en el agua', su primer párrafo dice así:
"Desde niño, tan lejos como vaya mi recuerdo, he buscado siempre lo que no cambia, he deseado la eternidad. Todo contribuía alrededor mío, durante mis primeros años, a mantener en mí la ilusión y la creencia en lo permanente: la casa familiar inmutable, los accidentes idénticos de mi vida. Si algo cambiaba, era para volver más tarde a lo acostumbrado, sucediéndose todo como las estaciones en el ciclo del año, y tras la diversidad aparente siempre se traslucía la unidad íntima".
La búsqueda juvenil de lo eterno se va tornando en desesperación y escepticismo a lo largo del poema. Las referencias a la rutina o a la casa familiar invariable contrastan con el título, un homenaje a la lápida de John Keats –"Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua"–, reconociendo que su vida había sido pasajera e insignificante como una gota engullida por el océano que separaba Ciudad de México de Sevilla. Sabemos que Cernuda leía a Platón a la vez que a Goethe y Schiller: sobre la mesa, junto a las cartas, estaba 'Fedro', un texto sobre el enamoramiento, la muerte, el destino, el deseo, el desenfreno y la fugacidad del tiempo. Quién sabe si su lectura motivó el destierro de ese último poema, en un intento por esconder el sentido amargo de la vida, por mantener en secreto esa "unidad íntima" que arriostraba sus días de juventud.
Además de los libros que leía, conocemos las casas que habitó, allí donde buscaba la serenidad de los accidentes cotidianos. Tras la muerte de su padre se trasladó a la calle Aire, muy cerca de las gigantescas columnas de calle Mármoles, que seguro recordaría años más tarde al leer a Goethe y sus descripciones de Delfos. La casa de Acetres, la que le vio nacer, está hoy desvencijada, perdida en desidias burocráticas que son un regalo para la gloria del poeta: hubiese que dejarla así, tal cual, con las heridas del tiempo marcadas igual que el mutilado oráculo griego, mostrando a pecho descubierto las magulladuras del exilio y el injusto desapego de la ciudad con sus versos. Una casa que albergó la robustez de los días normales y que algún día yacerá disuelta en agua y polvo como los poetas.
La fe en lo inmutable y lo invariable de 'Escritos en el agua' nos conduce a caminos ya pisados, a ver cubos de Malévich en los palios sevillanos, con sus primitivas y radicales proporciones; quizás Cernuda vio en la planta esférica del Oráculo de Delfos –otra forma básica universal: el círculo– el orden del cosmos, un refugio donde encontrarse con esa Sevilla lejana, o donde obtener las respuestas a los amores no correspondidos.
Como si hubiese fundido su cuerpo con Delfos, la vida del poeta se parece a la planta de la ciudad del monte Parnaso, diseñada para ser recorrida en zigzag: en cada cambio de pendiente, en cada esquina, se levanta un templete frente al que sacerdotes y peregrinos debían pararse a honrar a los dioses. Madrid, Glasgow, París, Oxford, Massachusetts y Ciudad de México fueron las paradas de su particular viacrucis, en las que siempre se detuvo con la esperanza de volver a la primera estación, al templete familiar de Acetres.
En un palio, en un libro de Keats o en Delfos, Cernuda yace ahora en las palabras que dejó escritas. Ojalá pudiera escucharnos hoy para animarle a borrar los últimos versos –"como una sombra me arrastro entre el delirio desgarrador sombras, respirando estas palabras desalentadas, testimonio (¿de quién y para quién?) absurdo de mi existencia"–, y anunciarle que su obra sembró naranjos, escribió poemas, fundó generaciones, abrió días y esculpió piedras, dotando del sentido más necesario de todos a su paso por la tierra: el de las palabras inmortales que resuenan, escritas en el aire, entre Delfos y Sevilla.
Nota: Todas las averiguaciones sobre Cernuda están brillantemente documentadas y entrelazadas por Antonio Rivero Taravillo en una extensa bibliografía. Las lecturas del poeta de la correspondencia entre Schiller y Goethe están estudiadas por Montes Cala, Vázquez Recio y Fernández Montañez en un texto publicado en 2023 en la “Revista de Literatura”, nº 169.