En el gran salón del hotel habría al menos unas ciento cincuenta personas y el murmullo de los presentes subía y bajaba de volumen hasta que por fin acabaron de tomar asiento aquellos que se resistían a finalizar sus entretenidas conversaciones. Yo observaba de nuevo esos altos techos con su artesonado de madera, las elegantes lámparas de araña y el resplandor que ofrecían los anchos ventanales cubiertos por visillos y cortinas de terciopelo verde.

Los camareros de uniforme comenzaron a servir la bebida en la mesa y como es costumbre arraigada en Sevilla, teníamos delante de nuestro plato dos grandes copas para el vino y un vaso pequeño para el agua. A la vez que uno servía por la derecha vino blanco cuidando con una servilleta que las gotas no se precipitasen sobre los comensales, a mi izquierda una joven morena muy sonriente me preguntaba si deseaba agua. Yo le dije que sí añadiendo que además le agradecería que me trajese un vaso grande con hielo y limón.

Mientras tanto, charlaba con un abogado veterano que acompañaba a su ahijado al cumplir veinticinco años de ejercicio y recibir el diploma de manos del decano. Estaba sentado a mi izquierda y debido a la interesante conversación, notaba que el giro de mi cuello un tanto forzado me provocaba una cierta molestia en las cervicales. Me salvó de esa incómoda posición la joven polaca sentada a mi derecha y con la que apenas había cruzado unas palabras. Ella puso su mano izquierda sobre mi antebrazo y a continuación me preguntó:

-¿Luis, no tomas vino? – Inquirió con voz suave mientras sostenía una copa de vino tinto.

-Gracias, estoy tomando agua.

-¡Anda, tómate una copa de vino conmigo! – Insistió mientras que yo me fijaba en sus cabellos dorados.

-Es que no voy a tomar alcohol, muchas gracias –Respondí yo con mucha seguridad.

-Me gustaría brindar contigo, Luis. ¡Estamos en Navidad! – Exclamó Sandra, mientras yo observaba sus ojos celestes que denotaban una mirada un tanto burlona.

Pensé que mis dos meses sin probar ninguna bebida habían reforzado mi resistencia ante ocasiones como ésta en las que uno es inducido una y otra vez a tomar alcohol. Es como cuando fumabas y continuamente te ofrecían un cigarrillo. ¿Fumas?

He perdido seis kilos sin hacer más dieta que tomar agua muy fría, café sólo, té y algún zumo, pero comiendo todo lo que me apetece. La digestión la hago mejor, además de descansar más apaciblemente de noche. También noto más agilidad física y mental.

No es que yo tuviese adicción a la bebida pero mi médico especialista en aparato digestivo me dio qué pensar cuándo me preguntó qué es lo normal para mi.

-¿Fumas? – Me preguntó el doctor.

-No, dejé de fumar a los treinta y tres años – Respondí yo, recordando aquel día que volvía de nadar y la primera calada a un cigarrillo me sentó tan mal.

-¿Bebes? – Añadió el médico.

-Lo normal, el fin de semana dos o tres cervezas comiendo o tapeando. De vez en cuando, alguna copa de vino – Le especifiqué.

-El alcohol no es bueno para nada – Dijo muy seguro el especialista.

Me quedé pensativo al salir de su consulta y recordé aquellos años en que solo tomaba agua y cerveza sin alcohol.

Volviendo al salón real del Hotel Alfonso XIII, cuando nos servían el postre nuevamente llamó mi atención Sandra volviéndose hacia mi e incluso acercándose hasta pegar su rodilla izquierda a mi pierna.

-¡Luis, vamos a brindar! - Me animó, blandiendo su copa de champán empañada.

-Muchas gracias, Sandra, brindaré con mi San Francisco sin alcohol – Dije yo muy orgulloso de haber resistido.

Y cuando me disponía a chocar mi copa de cocktail "light" con la suya de espumoso, mi joven colega movió su cabeza expresando su contrariedad, dejándome estupefacto con lo que dijo acto seguido mientras me miraba inquisitivamente:

-¡Anda, tómate un Negroni conmigo! – Me sugirió clavando su sensual mirada en mis ojos.

Yo recordé una de las pocas veces que me he tomado un Negroni y fue hace años en el salón de la bóveda acristalada del Palace en Madrid. No me gustó nada ese combinado y tuve que dejarlo casi entero de lo fuerte que estaba.

Me hizo gracia esa propuesta de la abogada de Varsovia, tentándome varias veces a sucumbir a una costumbre tan arraigada en estas fiestas: beber y beber por beber. Finalmente, mi bella vecina no tuvo más remedio que brindar conmigo acercando su copa dorada a mi vaso con agua helada.