Pocas cosas resumen mejor el espíritu de la Navidad que el preciso momento en el que las personas separadas por la distancia se reencuentran de nuevo entre sonrisas y lágrimas. Esta conmovedora acción está siendo la tónica general de estos días en la estación de Santa Justa o en el aeropuerto de San Pablo. Estos «no-lugares», como los catalogaba el antropólogo Marc Augé, se convierten, durante el preludio navideño, en escenarios de emotivos reencuentros. Se suceden los abrazos largos, las miradas emocionadas y las sonrisas llenas de nostalgia. Se escucha el sonido de las ruedas de las maletas cargadas de regalos, mientras laten con fuerza los corazones llenos de ilusión por el tan ansiado momento de volver a ver a los seres queridos.

Se reencuentran los padres con los hijos que estudian o trabajan fuera, deseando recuperar todo el tiempo perdido en largas conversaciones alrededor de la mesa. También los hermanos que, pese a las rutinas que les separan, vuelven a abrazarse con la complicidad intacta de los primeros años. Los abuelos sienten sus corazones henchidos de vida con las risas infantiles de sus nietos inundando cada rincón de su hogar. O aquellas parejas que llevan meses separados y que con el primer beso entienden que la espera ha merecido la pena y que, durante al menos por unos días, el amor y la presencia compartida serán el mejor refugio.

Sin embargo, imbuidos en esta vorágine emocional, a veces no somos conscientes de valorar el privilegio que supone tener a nuestros seres queridos cerca. Las reuniones familiares en torno a una mesa en Nochebuena, las conversaciones que se alargan hasta la madrugada y los brindis de Año Nuevo cargados de buenos deseos se convierten en pequeños milagros año tras año. Pero junto a esa alegría también surge la inevitable nostalgia cuando recordamos a aquellos que ya no están junto a nosotros. Cada silla vacía en la cena de Nochebuena o cada ausencia en el reparto de abrazos nos recuerda que el tiempo es efímero, que la vida está llena de despedidas y que los reencuentros no siempre son posibles.

Tampoco podemos olvidarnos de aquellos que, por diversas circunstancias, no pueden vivir estas fiestas en compañía de sus seres queridos. Familias separadas por la distancia, las dificultades económicas o, más allá de nuestras fronteras, por las guerras que asolan diferentes rincones del mundo. Personas que vivirán una Navidad marcada por la ausencia, la incertidumbre y el miedo. Para ellos, el espíritu navideño adoptará un carácter diferente, más silencioso, pero no por ello menos significativo. El deseo de un futuro mejor, el sueño de volver a juntarse con los seres queridos, el constante anhelo de la paz o el consuelo de las pequeñas alegrías serán el motor que mantenga viva la llama la esperanza de estas fiestas.

Por eso, más allá de las cenas abundantes, los villancicos, los regalos y las luces que decoran cada rincón, reflexionemos sobre lo realmente valioso en estas fechas: el tiempo que compartimos con quienes amamos. Los regalos perderán su novedad una vez desenvueltos y las luces se apagarán cuando termine el periodo festivo, pero los recuerdos que construimos junto a nuestros seres queridos perdurarán para siempre. Aprovechemos la Navidad como una oportunidad para fortalecer los lazos con aquellos a quienes queremos, para pedir perdón si es necesario y, sobre todo, para agradecer todo lo que tenemos. Los reencuentros, al fin y al cabo, no solo son el reflejo de la magia de estas fiestas, sino también un recordatorio de que lo más valioso en la vida no se mide en cosas materiales, sino en los momentos compartidos.