A la vez que transcurre este día de San Esteban también lo hacen las labores de aplacado de la antigua comisaría de la Gavidia. En algún ordenador de algún estudio de ingeniería (o arquitectura), a alguien le pareció buena idea forrar la estructura de ese Bien de Interés Cultural (BIC) con un aplacado que cambia ostensiblemente la proporción de sus huecos. El problema no está en que esa idea surgiese de alguna cabeza, luego fuese aprobada por el jefe de equipo y más tarde fuese visado por el Colegio de Arquitectos (sin voz ni voto, como mero observador), lo llamativo es que la Comisión Local de Patrimonio le diese el visto bueno.

Todos tenemos días y días, cuando se junta un desayuno amargo con una mañana fría y batidas emocionales varias. Por eso el sistema es garantista y obliga a que no sea una sola persona la que aprueba los proyectos delicados, con valores patrimoniales jurídicamente reconocidos. Pero el día que tocaba tratar el expediente de la Gavidia todos los pies izquierdos se juntaron. No se me ocurre otra explicación para la alteración de la fachada que da a la plaza, mimetizada ya con el Corte Inglés con una preocupante naturalidad.

La aprobación definitiva llegó en febrero de 2021, y justo después se abrió el sobre de la única oferta –esa maldita tiranía de la oferta económica– que había sobrevivido al periplo administrativo. La ciudad pierde parte de los valores del edificio a cambio de un hotel de cinco estrellas con restaurante, oficinas, un espacio de coworking y otro de memoria histórica. Excepto el último, del resto de usos estamos bien servidos en un centro histórico que cada día se parece más a un Sillicon Valley de nómadas digitales.

Quizás eso de alterar los huecos no parezca relevante, aunque estoy seguro de que, si le preguntase a Ramón Montserrat Ballesté, autor de esta buena pieza de arquitectura, no estaría de acuerdo en restarle importancia. Esa posibilidad se esfumó el pasado sábado, cuando falleció a los 95 años. Dos años después del arranque de las obras nos ha dejado el arquitecto que batalló contra las críticas que suscitó la comisaría, y que luego debió saborear la satisfacción de su declaración como BIC. A la fachada de la Gavidia, ahora huérfana, se le coloca una máscara insensible, una reproducción de esas promociones que han brotado en el viejo Nervión para sustituir el caserío regionalista. Ningún edificio debe ser tratado como una roca inerte e inamovible, ni ningún estilo ser criticado o protegido simplemente por su estética –huyamos del proteccionismo regionalista y de la crítica a la innovación en proporciones exactas–, pero es recomendable que las intervenciones contemporáneas los hagan mejores, los modifiquen con la valentía de la calidad, un bien que escasea en las oficinas de las grandes inmobiliarias y consultorías, justo aquellas que atesoran mayor poder de construcción.

No habrá tinta suficiente para explicar que hacer las ciudades monofuncionales significa el acta de defunción del propio sentido del urbanismo. Como los ecosistemas naturales, las urbes también deben aspirar ser lo más diversas posibles, económica y socialmente. Cuántas más personas de distinto sentir, origen, y formación haciendo cosas distintas en un mismo lugar, mejor. Está probado que la diversidad, no solo en los tipos de árboles, hace más fuerte y sana a cualquier agrupación de personas. Lo contrario son los polígonos industriales, las ciudades monótonas y desalmadas, los guetos culturales como la Bilbao alrededor del Guggenheim, las zonas exclusivas y valladas de la Moraleja madrileña, las infinitas periferias americanas de baja densidad o las doblemente aisladas áreas de oficinas como la Cartuja.

Es probable que la anécdota quede en la distorsión de sus ventanas o en la escasa calidad de los materiales que la recubren, pero lo preocupante es que la nueva Gavidia ayuda a convertir el centro en lo que ya es: una porción de “anticiudad”, un gueto monofuncional idéntico al que se conducen la mayoría de tramas históricas europeas. Hay recetas prescritas a las que recurrir, ejemplos locales de intervenciones magníficas, modelos de ciudad alternativos al mainstream de ese urbanismo viral y pobre; también hay una realidad contrastada en la desidia, quizás incompetencia, de quienes pueden reconducir el barco de Sevilla lejos del enorme iceberg de las ciudades fallidas. Triste homenaje a Ramón Montserrat y a quienes antes procuraron construir una ciudad con el mimo con el que se cuida la casa propia.