El miércoles pasado me levanté antes de las siete como es mi costumbre y aunque fuese día uno de enero. Me hubiese gustado salir a caminar temprano pero aún resonaban en la calle detonaciones de petardos y voces de transeúntes que habían alargado la fiesta hasta que el cuerpo les sostuviese.
Cuando salí, hacía frío pero el sol estaba fuera. Anduve atravesando el río Guadalquivir dirigiéndome a través de la calle San Fernando hacia los Jardines Murillo y el barrio de Santa Cruz.
La mayoría de las pocas personas que me he cruzado son turistas extranjeros. Como era de esperar, mi bar favorito para desayunar, Las Teresas, aún tenía sus puertas cerradas.
Prácticamente, todos los comercios estaban cerrados y seguían sin verse sevillanos en la calle. Imagino que sería por haber trasnochado mucho, no querer pasar frío o preferir estirar las piernas en el sofá en vez de en la calzada.
Ya de vuelta, al sentarme bajo un sol generoso en Cappuccino con vistas a un horizonte de palmeras y grandes árboles, he leído un texto sobre las ventajas de estar solo de vez en cuando para encontrarse a uno mismo y reflexionar alejándonos del mundanal ruido.
Desde hace tiempo, celebro el fin de año en familia pero entiendo a todos los que se rodean de muchas personas en una fiesta para divertirse porque yo también lo hice. Leyendo esas notas de Schopenhauer, constato los beneficios de huir de la vida social tanto como se pueda. En mi caso, hay días que estoy invitado a tres actos y cuando me pongo a pensar a cuál asisto, termino por decidir no ir a ninguno.
Es bueno hablar e intercambiar impresiones, pero con frecuencia en esos encuentros lo que se hace es tomar alcohol, comer mal y hablar de uno mismo, algunos adulando a aquellos que tienen el poder y que alguna vez podrían hacerle un favor.
En mi reciente estancia en Madrid, he aprovechado para pasar horas en mis librerías favoritas, ojeando libros, leyendo sentado en un banco junto a un ventanal con vistas a la Gran Vía, desde donde observaba las aceras llenas de gente en movimiento.
Y pensando en esa escena saboreando un café, comparaba el mirar a la muchedumbre desde ese ventanal con ver pasar delante a tantas y variadas personas en esa elegante terraza junto al muro de los Reales Alcázares.
Y hago una correlación entre esa contemplación y apartarte durante un tiempo de las obligaciones para permitirte dedicarte a ti mismo, leyendo, escribiendo, meditando, haciendo deporte, viajando, desconectándote de tantos compromisos.
A propósito, asistí a dos obras de teatro en Madrid, una comedia y una tragicomedia, en las que además de disfrutar de las escenas y la interpretación de los actores, he observado a la gente y sus reacciones durante la sesión.
Me llamó la atención al salir de la segunda de las obras cómo el actor protagonista que con su torrente de voz dominaba la mayor parte de los diálogos, pasó junto a nosotros en una calle cercana al teatro cubierto con una gorra y una mochila al hombro, y parecía como si quisiera pasar desapercibido evitando los saludos del público que espontáneamente intentara felicitarle por su interpretación.
Yo lo pensé por un instante pero me contuve, porque pesó más mi respeto a su descanso e intimidad en esos instantes posteriores a su papel durante hora y media, viendo cómo se alejaba hacia un destino desconocido.
Su semblante era serio y pensativo, muy distinto al que mostraba en el escenario ¿Será ese hombre feliz? ¿Habrá colmado a sus más de cincuenta años sus expectativas profesionales y personales? ¿Vivirá solo o en familia? ¿Disfrutará de una buena economía?
Desde luego, en estrados era el líder, la persona a la que todos querríamos parecernos con su don de palabra, su poder de convicción cuando alguno de los personajes parecía desobedecerle o no seguía sus pautas, levantaba espiritualmente a aquellos que se venían abajo, etc.
Es el gran teatro del mundo ante nosotros todos los días, en el escenario y en la vida real.