Leer las crónicas de Manuel Chaves Nogales es algo parecido a abrir una ventana en el tiempo y asomar la cabeza al siglo XX. La mirada del periodista nos resulta familiar, y su lenguaje sencillo nos interpela como si fuese un diálogo teatral. Las cejas se nos arquean al comprobar cómo los hechos se repiten, con nombres cambiados, y que la vida sevillana de los años 20 se parece demasiado al precipicio de nuestros días.

Sus paseos por las mismas calles que hoy transitamos, los cafés tomados en las barras de Catunambú de turno, o la contemplación del mundo desde el pequeño cajón de Sevilla mientras pasaba una cofradía quizás tengan algo que ver con esos lazos que nos unen con su escritura. Una suerte de epigenética urbana que hace que nuestros genes contengan trazas de sus experiencias por la ciudad. Él abandonó Sevilla y consiguió enfocar la lente con un tino que sobrevive, certero y afilado, un siglo después.

En una de sus crónicas hechas desde Madrid, publicada en el volumen I de su Obra Completa de Libros de Asteroide, Chaves Nogales critica abiertamente una pastoral del arzobispo Ilundain en la que condenaba "la inmoralidad predominante, la glorificación de la carne y el letal virus del sensualismo naturalista". Hacía ya décadas que la libertad espiritual de las vanguardias había hecho compatible la convivencia de la religión y la naturaleza en un mismo lienzo, incluso el neoclasicismo –ya anticuado en el contexto de la carta arzobispal de 1923– había reivindicado la sensualidad del cuerpo clásico y destapado las vergüenzas pacatas de la Iglesia medieval.

En ese ambiente de entreguerras y preconciliar, el arzobispo llevaba tres años en el cargo –los mismos que Saiz Meneses ahora– y había tenido ya sus más y sus menos con las hermandades, o lo que es lo mismo, con Sevilla. La denuncia de los vicios de la vida moderna –"el estrago moral y social (…) mancilla el hogar doméstico, viola la santidad de la fidelidad conyugal, atropella los derechos de los esposos, rompe los vínculos sagrados de la familia, infama el honor de las esposas…"– se basaba en los informes de un "curita joven y despierto", como relata Chaves, dedicado a espiar los cafés cantantes, círculos sociales, plazas y calles. Los relatos del informador escandalizaron a Ilundain, que se vio obligado a llamar al orden, en el papel de protector de las esencias cristianas y ahuyentador de los peligros de la modernidad.

Lo que denunciaba no era otra cosa que los avances sociales del siglo XX, la democratización del gozo y el disfrute, reservado hasta el momento a nobles, burgueses, y… al clero. Una semana después de la crónica de Nogales se celebraron las últimas elecciones democráticas antes del golpe de Estado de Primo de Rivera. El ambiente estaba ya enrarecido, se cuestionaba la legitimidad del gobierno del Partido Liberal y el agotamiento del sistema.

En el segundo párrafo, Chaves Nogales sentencia con unas palabras que podrían haber sido escritas esta misma semana: "La inmoralidad del mundo no está al alcance de los prelados, y es curioso ver cómo estos, llenos de santa indignación, se debaten en el reducido círculo de sus naderías tradicionales, mientras la inmoralidad, invulnerable a sus disciplinas, anda rondando a su antojo por el mundo".

Justo hace un siglo, Eustaquio Ilundain era nombrado cardenal, quién sabe si como premio a sus denuncias, a la prohibición de las saetas –consideradas impías– o a la expulsión de las mujeres de las procesiones. En forma de homenaje, el arzobispo José Ángel Saiz Meneses abrió el año movilizando a las hermandades contra la famosa estampa de la vaquilla del Gran Prix en forma de Sagrado Corazón, siguiéndole el juego a la ultraderecha de los Abogados Cristianos. "¿Hasta cuándo se aprovecharán de nuestra paciencia?", se preguntaba el mitrado, colocándose en la diana de una supuesta persecución. Mientras el pastor reclamaba a su rebaño una rebelión ante el ataque de Lalachus, de la hemeroteca salían estampas de Isabel Díaz Ayuso, Messi, Maradona o Andrés Palop en exacta posición que la mascota del Gran Prix.

Siendo o no cristiano, es bastante sencillo encontrar cientos de ignominias mayores contra las raíces de la cristiandad y los valores de la Iglesia: bastaría recordar al arzobispo que es mucho más ofensiva la pobreza extrema de los barrios de su sede episcopal, el cementerio de agua en el que se ha convertido el mar que nos separa de los lujos de Roma o los casos de abuso a menores silenciados en el seno de su institución.

Saiz Meneses aterrizó en Sevilla dando esperanzas a aquellos que creen en una Iglesia comprometida, verdaderamente cristiana, visitando el Polígono Sur. Sólo tres años después, replica pastorales reaccionarias mientras reparte caramelos en la Cabalgata, presidiendo la comitiva y aclamado animosamente por el pueblo.

El escaso favor que ha hecho Saiz a todas las personas –sacerdotes, diáconos y seculares– que participan en el día a día de sus parroquias, dándolo todo a cambio de nada, ajenos a las naderías de las que hablaba Chaves Nogales, con una fe que aguanta vaquillas, estrellas del fútbol o políticos disfrazados de Sagrado Corazón, que se estremecen por los niños asesinados en Palestina y no por ofensas estériles, aleja todavía más la Iglesia de sus principios. Mientras, en el palacio arzobispal la sombra del ciprés que plantó Amigo Vallejo sigue extendiéndose rauda y espesa, como los días de enero.