La preocupación por orientar los templos siguiendo un dogma –mirando hacia un punto cardinal determinado–, es una cuestión presente en todas las religiones. En las primeras ciudades mesopotámicas, por ejemplo, las calles y ciudadelas se disponían alineándose con la salida y caída del Sol o la venida de los solsticios, legándonos piezas estelares como la torre solar de Jericó o la columnata procesional del Templo de Luxor en Tebas

Sin embargo, lo que marcó el inicio de lo que hoy entendemos como "ciudades" no era su sincronía con los astros o el tamaño de sus zigurats, sino la escritura: hasta que no se inventa el lenguaje tallado en piedra, con el sumerio como alumno aventajado, no se puede considerar que exista atisbo de urbanidad, siendo todo lo anterior meras acumulaciones de casas, trufadas con puntos de reunión y escuetos lugares sagrados.

En Uruk (Irak) se halla la prueba escrita más antigua conocida, la Tabilla de Kish, un pequeño trozo de piedra caliza en la que se recogen datos sobre cosechas y propiedades. Al ritmo en el que los códigos cuneiformes se complejizaron, creció la conciencia de pertenecer a una comunidad con nombre propio y arraigada a un lugar concreto. Las generaciones sucesivas podían así comunicarse directamente, como si se hablasen cara a cara, facilitando la gestión de las herencias, el pago de impuestos o la aprobación de leyes. Más allá de dioses, torres y templos, la escritura nace por la necesidad de grabar con trazo permanente el rendimiento de los cultivos y el reparto de la tierra.

Con el paso de las culturas y el crecimiento de las migraciones estas reglas místicas se relajan, y la rigidez de los astros da paso a la realidad mundana de las ciudades mediterráneas. Lo que determina ahora la posición de las calles o la orientación de los altares, es el ahorro de materiales, la adaptación al relieve, una posición protectora frente a las crecidas del río o al aprovechamiento de cimientos ya asentados.

Si se estudia la orientación de las iglesias de Sevilla es difícil encontrar el cumplimiento de la norma cristiana de situar el altar hacia el este, o de la musulmana de rezar mirando hacia La Meca: tanto la Mezquita Aljama de Ibn Adabbás (actual Salvador), como la Mezquita Aljama al-Moharrem (Catedral), distan en 4º del eje cristiano y 27º del islámico, mientras la Iglesia de la Anunciación está desfasada 91º del este, San Nicolás de Bari unos 94º y Los Terceros 56º. Un baile de orientaciones que demuestra cómo la lógica natural de la piedra sobrevive a las imposiciones caprichosas de los ritos culturales.

A partir del siglo XIII, cuando las iglesias sevillanas empiezan a levantarse sobre los restos de antiguas mezquitas, se confirma que la orientación de su qiblah no sigue la regla de la dirección del "salat" —oración— hacia La Meca. Esta pauta se aplicaba desde el año 624, anterior a la conquista islámica de la ciudad, por lo que todos los templos deberían teóricamente haberla cumplido. No fue así, y ni siquiera la gran mezquita de Córdoba mira hacia la ciudad sagrada del islam.

El vado del río Guadalquivir a su paso por la Corduba romana ya había determinado el carácter de paso y dique de contención del área de la Mezquita, por lo que la hipótesis más plausible es que Abderramán I aprovechase los restos romanos y la antigua basílica de San Vicente como relleno y cimentación para construir el basamento sobre el que se levanta el templo. Sabemos que el cristianismo primitivo enfocaba siempre sus lugares de oración hacia el este, de manera que la luz matinal iluminase el altar mayor, por lo que no es de extrañar que la obra magna del Emirato de Córdoba estuviese paradójicamente condicionada por una iglesia visigoda. Una lección frente a las artríticas reglas del papel y la cerrazón de la guerra de religiones que sigue bañando de sangre Oriente Próximo.

Al arqueólogo Miguel Ángel Tabales Rodríguez, responsable de los avances en el conocimiento sobre el Alcázar de las últimas décadas, le escuché defender que la estructura urbana de Sevilla no sólo depende de su articulación en paralelo al cauce del río Guadalquivir sino de los tránsitos procesionales que conectaban el sector norte —actual Macarena, zona de enterramientos previsigóticos —, y el sur —centro de poder desde su fundación—. La teoría de Tabales supone un revés para quienes atribuyen el orden, la eternidad y la verdad a las religiones a través de normas dogmáticas: ni la ciudad fue nunca concebida como un organismo estático, ni los dioses han otorgado nunca mayores favores por enfocar altares o qiblahs hacia sus sacros lugares.

El auge del ultracatolicismo, de una manera de entender la vida cristiana como una resistencia a los peligros y corrupciones de lo "woke", la tecnología, y el siglo XXI en general, choca de bruces con el peso de las piedras de la Mezquita de Córdoba apoyadas sobre romanos y visigodos, trabajando solidariamente en un equilibrio estructural y cultural de fuerzas.

Entre la hipótesis imposible y la verosimilitud de la arqueología, es bonito pensar que las toneladas de calcoarenita que levantan la Catedral, lejos de mirar a Jerusalén, ni siquiera hacia el este, están ordenadas así por las fiestas agrícolas romanas que debieron procesionar en comitiva desde el foro de la Alfalfa hasta la huertas de la Macarena, y a base de repetirse, convertir esos surcos en calles, ejecutadas en ladrillo y piedra, más tarde consolidadas por ritos visigodos en forma de exequias o bacanales.

Como explicaba Tabales, la verdadera matriz de Sevilla es su río, una suerte de Dios expulsado del Panteón, sin anhelos de reconocimiento ni poder, donde se acumula todo el material genético de sus formas, la razón de ser de su orientación, de la sombra que proyectan sus edificios y de los hilos de sol que se cuelan en sus calles, de este a oeste, escribiendo un alfabeto profano y caduco. El lenguaje liberado del dogma, incluso de la piedra. Una Híspalis sin dioses, pero con río.