Desde que vivo en Sevilla, he perdido la cuenta de las veces que he visitado el Museo de Bellas Artes. Es uno de esos lugares que nunca deja de fascinarme, un espacio emblemático de la capital sevillana al que acudo con frecuencia cada vez que busco un encuentro íntimo con el arte. Recorrer sus salas es un verdadero placer, un viaje a través de siglos de historia, estilos y emociones plasmadas en lienzos que cobran vida ante nuestros ojos.

Quien haya visitado este museo sabe que todos tenemos un cuadro al que siempre volvemos, como si de una cita ineludible se tratase. Ese que, aunque lo hayamos visto decenas de veces, sigue sobrecogiéndonos y emocionándonos como la primera vez. Y por muy breve que sea nuestra estancia en el museo, no lo abandonaremos hasta encontrarnos, frente a frente, con esa obra que forma parte de nuestra colección personal.

A pesar de ese vínculo especial que nos une a nuestra obra favorita, el Museo de Bellas Artes nos invita constantemente a explorar más allá, parece que siempre guarda algo nuevo para nosotros. Cada visita es una oportunidad para redescubrir obras que antes pasaron desapercibidas, para reparar en detalles que en otras ocasiones no vimos o para mirar con nuevos ojos aquello que creíamos conocer. Es como si las obras dialogaran con nosotros, revelándonos con cada trazo secretos que solo se desvelan cuando estamos preparados para recibirlos.

Es toda una experiencia para los sentidos. ¿Quién no ha quedado conmovido por la dulzura que emanan los rostros de los cuadros de Murillo? ¿O embargado por el misticismo que irradia la imponente efigie del San Jerónimo de Torrigiano, que parece capaz de detener el tiempo? Quizá nos hemos quedado absortos con «El juicio final» de Martin de Vos, una tragicomedia pictórica donde las almas parecen debatirse entre la gloria y el tormento mientras nosotros no podemos apartar la vista. O sentido el dolor más desgarrador al contemplar «La muerte del maestro» de Villegas Cordero, que parece condensar entre sus pinceladas toda la angustia de una pérdida irreparable.

Esto me lleva a reflexionar sobre el poder del arte. En siglos pasados, cuando las personas vivían rodeadas de una austeridad visual, los cuadros ejercían un efecto casi sobrecogedor en quienes los contemplaban. Hoy, sin embargo, vivimos inmersos en un océano de estímulos visuales. Las imágenes nos asaltan desde las pantallas de nuestros teléfonos, los medios de comunicación los anuncios en las calles, los transportes públicos y los escaparates de las tiendas. Estamos, literalmente, saturados. Y, sin embargo, cuando nos plantamos frente a ciertas obras, sentimos algo que trasciende el tiempo. Es como si el arte tuviera una capacidad inagotable para conmover, para hablarnos en un lenguaje que no entiende de épocas ni generaciones. ¿Qué otro fenómeno humano puede conseguir esto? Hay cuadros que nos impresionan hoy tanto como lo hicieron hace siglos, una demostración de que el arte, en su esencia más pura, no envejece ni pierde su fuerza.

El Museo de Bellas Artes de Sevilla es un testimonio vivo de esa trascendencia. Cada cuadro en sus salas tiene una historia que contar, una emoción que transmitir, un vínculo que establecer con quienes se detienen a mirarlo con atención. Es, además, un lugar, como diría Mario Botta, casi espiritual, que nos recuerda la importancia de hacer pausas en nuestras vidas, de desconectarnos del ruido exterior para reconectarnos con nosotros mismos a través de la pintura o la escultura. Por eso, en el silencio de esas salas, frente a un cuadro que nos habla sin palabras, descubrimos que, tal vez, el arte sea una de las pocas formas que tenemos para tocarnos el alma.