La paradoja de Teseo plantea una de las cuestiones centrales del patrimonio. Plutarco, historiador y sacerdote del Oráculo de Delfos, describe en su obra Vidas paralelas el regreso de Teseo desde Creta, lugar donde el mítico rey de Atenas había vencido al Minotauro en el laberinto. Tras su viaje, el pueblo homenajea al héroe situando su barco encima de una colina. Como un monumento triunfal, la nave es restaurada continuamente para mantener su aspecto original, en un intento por negar el paso del tiempo y el congénito deterioro de la materia: cuando sus tablas se van pudriendo, son reemplazadas por otras nuevas, de aspecto y tamaño idénticos. La antigüedad material se convierte en una anécdota secundaria, lo que importa y permanece es el símbolo, el poder magnético de su aura, el fetichismo del mito. El debate inspiró a Heráclito a construir su discurso sobre la corriente de agua incesante, en el que los tablones de la barca, como las gotas líquidas de un río corriendo, no serían nunca las mismas de las originales desde el mismo momento de su construcción.
En los prolegómenos de la Ilustración el empirista inglés John Locke aborda el mismo asunto, esta vez con el recosido de un calcetín como objeto-símbolo: a su calcetín favorito le sale un agujero y el filósofo se pregunta si sigue siendo el mismo después de haberlo remendado. Si así era, ¿podría entonces seguir siendo el mismo calcetín después de que se le aplicara un segundo parche? ¿podría seguir siendo el mismo objeto varios años después, incluso cuanto todos sus hilos fueran reemplazados? Siguiendo el rastro del calcetín y la madera del barco, podríamos pensar en que la ciudad mediterránea y la nave de Teseo son cosas bastante parecidas: piedras, ladrillos, calles y terrenos baldíos cambian su materialidad, son sustituidas, demolidas o reconstruidas mientras la urbe permanece reconocible, en mayor o menor medida, sobre la tierra arcillosa que Ptolomeo algún día dibujara.
Filósofos y antropólogos, desde Ludwig Wittgenstein a Victor Turner, indagaron en el siglo XX las relaciones entre individuo, colectivo, objeto, imagen y autenticidad. Sus conclusiones conducen a la idea del hombre como «animal ceremonial», dependiente de la celebración, el culto y la adoración como nutrientes necesarios para su supervivencia. Al igual que barcos triunfales u objetos a los que se les atribuye poderes supraterrenales —la estampa de la virgen del Rocío metida en una cartera, la irrenunciable bufanda de aquel Sevilla-Schalke de Feria, o la piedra pulida de una tienda esotérica—, existen espacios a los que se les confía un compromiso simbólico que ancla determinadas ceremonias a unas coordenadas físicas. La Macarena por Parras, o la calle por la que siempre que pasamos ocurren cosas buenas.
En el prólogo de «Teoría y realidad de la Semana Santa», la obra magna de Antonio Núñez de Herrera, el sociólogo José Luis Ortiz de Lanzagorta explica cómo el discurrir de las procesiones, con la que misma potencia mágica que el navío de Teseo, hacen que la ciudad sea distinta en cada tirón de bambalinas, que ningún discurrir de palio, como en el río heraclitano, sea igual que el anterior o el siguiente, aunque parezca una repetición ensimismada de la misma escena:
«El encuentro con una cofradía es siempre distinto, aunque tenga apariencia de ser la misma. Porque, para el partícipe de la fiesta, la fiesta es él mismo; está en él, en su visión, en su vivencia. Y él, este año, ya no es tampoco el del año pasado; como no lo será el año venidero. De aquí la fuerza festiva, vital, de Sevilla en Semana Santa. De aquí la afirmación de Núñez de Herrera de que la Semana Santa no tiene pasado, carece de historia y de filosofía. Es vivencia, ahora. Cada Domingo de Ramos es el primer Domingo de Ramos; es la fiesta; es la Semana Santa, sin ayer ni mañana. Todo presente.»
Ninguna Semana Santa ni ningún 30 de enero es igual al anterior. Mientras, renovamos las cuaresmas con la necesidad imperiosa de ver la misma revirá en el mismo lugar que el año pasado. Quizás ahí esté la resolución del enigma: nos anclamos a los espacios, a la piedra, a las esquinas, porque su aparente permanencia nos calma, nos mantiene firmes como una pica clavada en la arena para protegernos del discurrir de ese río que no cesa de correr, de ese aire que se lleva las partículas microscópicas de piedras de los edificios, y posa nuevas partículas de polvo sobre el suelo para hacer que la ciudad que acabamos de ver no sea ya la misma un segundo después.