Hace casi treinta años de un viaje a Estados Unidos. Tras pasar veinte días en Nueva York nos desplazamos a Washington. En autostop. Eran otros tiempos, sin tanta prisa, ni móviles que nos mantuviesen interconectados las 24 horas del día. Tras dormir tres noches en un youth hostel, me invitaron a pasar el fin de semana en casa de David y Susan, padres de una joven que había estudiado un año en casa de mis padres en Sevilla.
Aquello fue como llegar a un hotel de cinco estrellas. Después de 23 días compartiendo habitaciones con ocho personas por 50 dólares la noche en la Quinta Avenida pasar a dormir en una habitación individual con tu propio baño... Un sueño. Fue como llegar al hogar, aunque fuera en USA. Susan, a la que en apenas 24 horas ya llamaba "american mother", era la anfitriona perfecta. Me organizó planes durante todo el día. Fuimos al cine ‘Salvar al soldado Ryan’ ("Si Dios está con nosotros... ¿Quién está con ellos?"), aunque confieso que mi nivel de inglés hizo que no me enterase demasiado de la historia… ¡Ay madre!
¿Qué es lo que más te gusta de los Estados Unidos? me preguntaron. "Los desayunos", contesté (a modo de morcilla). Cada mañana aparecía en mi habitación con una bandeja. El desayuno está preparado. Zumo, café, revuelto, sándwich mixto (me niego a decir emparedado, aunque se cabreen los de la RAE), cereales, donuts… ¡qué bueno!
Otro día, entre aperitivo y aperitivo -con hielo picado-, me invitaron a comer. Fue en un restaurante de Chave Chase, zona residencial con el mismo nombre que el actor en la que viven muchos estadounidenses que trabajan en la capital, aunque se encuentre en el estado de Maryland. En el coche, durante el trayecto al restaurante, Susan me comentó: "Una cosa antes de llegar. Durante el almuerzo no se te ocurra hablar del holocausto" ¿Cómo se me iba a ocurrir hablar del holocausto durante una comida? Pensé con gesto de intriga. Sabía que íbamos a reunirnos con un grupo de judíos, pero no quiénes eran realmente.
Cuando nos acercábamos a nuestro destino Susan me explicó que se trataba de dos hermanas mellizas, Irena y Alane, unas de tantas con las que habían experimentado en Auschwitz cuando eran niñas. Solo recuerdo que fue una de las comidas más interesantes en las que he estado en mi vida. Rodeado de personas con historias apasionantes llenas de vitalidad, a pesar de su edad. Qué simpatía, qué humanidad. Parecida a la que desprende toda aquella persona que ha superado una grave enfermedad. Prioridades. Qué manera de afrontar la vida. A un joven de provincia aquellas tres horas se le pasaron volando como espectador de conversaciones que se quedaban a medias a causa de mi medio inglés. ¡OMG!
Con motivo del 80 aniversario de la liberación del famoso campo de concentración recordé ese encuentro durante aquel viaje de película -algún día me extenderé en aquella aventura-. A través de las redes sociales contacté con la americana que había estado en casa un año para recordar el nombre de aquellas dos mujeres amigas de sus padres. El milagro de los contactos y las redes. Hoy ya no están aquí David, ni Susan. Esta semana descubrí que también nos dejaron hace años Irena y Alane. Sirvan estas palabras como homenaje para ellos. Personas increíbles con las que uno, sin esperarlo, tiene la suerte de coincidir en su vida. Ojalá nuestros hijos no se encuentren nunca con nadie que hayan tenido que pasar una infancia como la que pasaron aquellas encantadoras mellizas.
Al final, bien. Del horror también se sale. Irena tuvo una vida feliz en Estados Unidos y su hermana, Alane, en un país de Europa. Coincidimos un restaurante de Chave Chase. Muchos creen que al menos una vez en la vida todos deberíamos ir a Auschwitz. Yo estoy deseando volver a Estados Unidos. Ya tampoco vive allí mi ‘american mom', aunque su "Your breakfast is ready" permanezca en mis neuronas. Hace casi 30 años. Nunca sabremos con quién vamos a comer hoy. La primavera se acerca…