Con diecisiete años el sistema te catapulta a dos dilemas, primero elegir entre las ciencias o las letras, y al año siguiente qué carrera. En otros países como Alemania, el margen de rectificación es mayor porque se empieza a escoger antes, con catorce. Allí precisamente fueron a parar miles de jóvenes españoles entre 2008 y 2015, que no sólo tuvieron que enfrentarse a la decisión de quiénes querían ser en su vida (si acaso el trabajo determina a la persona), sino que se les expulsó fuera del país, con un gobierno al que no parecía importarle demasiado la diáspora y una sociedad traumatizada por el desplome económico; Angela Merkel era el diablo con rabo y el austericidio un crimen social pulcramente ejecutado.

Eso ya pasó, pero las historias robadas a esos jóvenes permanecerán siempre, aunque nadie sepa dónde están guardadas. Tal vez reposen en algo parecido a la biblioteca perdida de Alejandría, con todos sus libros ya quemados e inconsultables. En esa colección de contrarrecuerdos, recuerdos que nunca pasaron, hay muchos pasajes sevillanos: el de dos veterinarios que partieron del sur y a los que se privó del sol de Vélez-Málaga y los últimos besos de una abuela; a tres arquitectos, hoy entre Londres, Brescia y Bruselas, les birlaron los domingos de Heliópolis y Nervión, la cerveza del Guadiana con Giralda TV de fondo y las previas de Feria, entre pruebas de traje y charlas de sobremesa; a un farmacéutico, ahora en las antípodas, se le esfumaron los recuerdos postreros en la Ronda de Triana.

Sin contar los exilios nacionales, compensados por el AVE, la lista podría crecer con nombres propios hasta cubrir Sevilla y ensombrecerla. Los 24.000 menores de 35 años que abandonaron la ciudad desde la crisis, listados con sus dos apellidos en Arial 11, ocuparían un libro de 1788 páginas. Un buen tomo. Si además les pidiésemos escribir en un párrafo los momentos no vividos en la lejanía de Helsinki o Brisbane, habríamos de imprimir y encuadernar cientos de tomos, metidos ya en una escala enciclopédica, pero con la seguridad de estar haciendo un ejercicio de justicia, memoria y reparación. 

Se ve entre los aún más jóvenes, algunos todavía en el limbo de los grados universitarios y el calor de las casas familiares, una deriva nacionalista que se siente cómoda en un lenguaje antiinmigración (racista). En los párrafos anteriores se cuelan primos, tíos y hermanos mayores de esa juventud, en una relación turbia e inexplicable de pensamientos, obras y omisiones, aunque sea más tentador llamarlo estupidez, ignorancia o pubertad mal resuelta. "Es la economía, estúpido”, decía Bill Clinton; "Es el mercado, amigo”, afirmaba Rodrigo Rato; ahora habría que incorporar una frase más: “son los derechos humanos, imbéciles”. 

Hemos visto cómo en algunos institutos sevillanos se vetan cortometrajes sobre la variedad de familias posibles o libros acerca de la igual de derechos de las personas LGTBI+. Los responsables alegan que se trata de "contenido ideológico", como si el objetivo de la educación no fuese justamente ese, formar a los niños en un pensamiento sólido y crítico. Toda persona es política y todo pensamiento es ideológico, porque la vida nos enfrenta a tener que pensar y actuar, elaborar ideas y conectarlas parar posicionarnos con respecto al mundo.

En del último mitin de la reciente campaña electoral alemana, Alice Weidel, líder de AfD, clamaba por la "Contrainmigración", término que se ha popularizado entre sus seguidores hasta convertirse en lema; Giorgia Meloni, Presidenta (aunque obligue a que le llamen "presidente") del Consejo de Ministros de Italia decidió en su día formar una familia monoparental. Lejos de aplicar la coherencia, no dudó en reivindicar a gritos la defensa de la familia cristiana y declarar la guerra a los "lobby LGBT" [sic] en un mitín de los de Abascal en Marbella. Alice Weidel convive con una mujer suiza de origen ceilandés, con la que tiene dos hijos. Tampoco ella dudó en presentarse como la verdadera adalid de la familia tradicional. 

Desde los colegios sevillanos a las altas esferas políticas, el discurso que va contra los derechos humanos –por regla directa, un discurso que apuesta por un estado inhumano– no es solo éticamente discutible, sino que practica una alta incoherencia entre palabra, obra y omisión. Quizás acumulen pocas horas de misa, o tal vez estuvieran despistados el día que tocaba hablar del amor al prójimo.

Andalucía seguirá siendo una tierra de inmigrantes, como la de aquellos que levantaron Alemania y Cataluña, una tierra abierta y acogedora, no de boquilla sino con la coherencia que le dan los siglos y la dignidad de sus hijos. Ni esos jóvenes recogidos en miles de tomos serán los últimos, ni fueron los primeros. Sólo espero que cuando puedan regresar, sea desde Londres, Bruselas o Hong Kong, lo hagan a un país con menos idiotas y más humanos.