La vida está hecha para los valientes. Por eso, el pasado domingo decidí poner a prueba la capacidad de mi sistema inmunitario en uno de los peores restaurantes de Madrid: La Extremeña. Un abrevadero disfrazado de taberna de toda la vida que, en pleno centro de La Latina, invita directamente al suicidio. Sobrevivir sin rechistar a esa aberración a la que llaman “cocina tradicional” equivale a que San Pedro te abra las puertas del cielo el día que te vea aparecer por sus dominios.
Pero empecemos por el principio. El objetivo de mi visita era hacer un fact checking al más puro estilo Ana Pastor en El Objetivo: verificar que las 47 de las 56 personas que se habían tomado unos minutos de su tiempo para destrozar este restaurante en TripAdvisor y le habían otorgado la categoría de “pésimo” estaban exagerando.
Pero no exageraban. El lugar en cuestión es un 'todo vale' elevado a la enésima potencia. Un perfecto campo de exterminio que, rodeado de gastrobares y tabernas con gastroconceptos, sobrevive por gastroinercia. Muy mal se te tiene que dar para que ningún turista inconsciente caiga en un antro situado frente a la Plaza de la Cebada de La Latina. Decidí arriesgar y no reservar mesa. Algo me hacía presagiar que habría hueco para dos.
Nada más llegar, lo primero que llamó mi atención fue la fauna que se congrega en la entrada de aquella caverna bochornosa. El servicio estaba compuesto por un elenco de camareros que bien podrían haber protagonizado un capítulo de En Tierra Hostil junto a Jalis de la Serna. Apostados sobre las primeras y únicas mesas ocupadas del local (paradójicamente, las únicas vacías un domingo por la noche en La Latina), se enjuagaban el gaznate con un zumo de cebada. De fondo, Máxima FM.
Con Armin Van Buuren y David Guetta amenizando la velada, nos sentamos en una mesa frente a la barra, debajo de una repisa polvorienta con algunos servilleteros. Desde allí tendríamos la visión periférica perfecta para poder huir de aquella trampa mortal en caso de que fuera necesario. Un señor recién llegado del Maratón de las Arenas, equipado con un polo negro y un mandil, nos dejó sobre la mesa una especie de carta verde, dos cervezas y el primer embuste punible hecho tapa: un chorizo de la casa con dos siglos de historia que, tras ser recalentado en el microondas, navegaba en su propio jugo.
Entre las húmedas fundas de plástico que protegían aquella carta deconstruida, un buen puñado de raciones y tostas a las que íbamos a encomendar nuestra suerte. Apostamos por inmolarnos con lo que los TEDAX denominarían una “detonación controlada”: una tosta de Torta del Casar (al fin y al cabo, un trozo de queso sobre una rebanada de pan), una ración de croquetas y (ojo-cuidao’-ahí) un revuelto de esporocarpos o cuerpos fructíferos (en castellano antiguo, setas).
El camarero, a medio camino entre la indiferencia y la inoperancia, tomó nota del pedido y se encaminó hacia el interior de la barra, donde le esperaba el Patrón del Mal tras un atrezzo compuesto por botellas de Soberano y Terry, un par de fotos del Atleti, un reloj parado y unas margaritas de plástico.
- ¿Qué han pedido? -acerté a oír que preguntaba.
- Una tosta, croquetas y... revuelto de setas.
- Croquetas tenemos. Revuelto de setas... Las setas están muy malas. Diles que las hagan bien en la sartén.
En ese justo momento en el que mis oídos alcanzaron a escuchar el plan bajo el que se iba a perpetrar semejante tropelía culinaria supe que debíamos huir, que aún estábamos a tiempo. Huir y no mirar atrás. Y lo cierto es que pudimos hacerlo. Pero vivir un experiencia extrasensorial gracias a aquella infamia tercermundista, con toda la parafernalia de ver la luz al final del túnel y demás, es algo que no ocurre todos los días.
Describir lo que sobre nuestra mesa dejarían sin pudor alguno minutos más tarde es una tarea harto complicada. Siendo sincero, acertaré a decir que la Torta del Casar sobre aquella rebanada de pan datada en el Pleistoceno se dejó comer. Engullir sin mirar, tal vez. Fue lo único. Las croquetas congeladas que llegaron después, rellenas de un compuesto gomoso cuyo sabor se acercaba más a la Goma 2-ECO que a la bechamel, fueron un perfecto imposible pese a nuestros ímprobos esfuerzos. Y conste que no soy un ser especialmente escrupuloso ni de paladar delicado. De verdad que no. Pero a aquel desfalco culinario no había cómo hacerle frente.
El revuelto de setas fue la obra culmen de una estafa piramidal perpetrada en aquel sainete llamado La Extremeña. Salpicadas de perejil, resultaban hasta apetecibles. Incluso comestibles. Una vez dentro de la boca, lo único que provocaban era un deseo irrefrenable por arrodillarse ante la taza del váter y suplicar clemencia. Eso o que alguno de aquellos esporocarpos fuese una Amanita Phalloides venenosa y acabase con aquel suplicio de una vez.
Decidimos pasar de los postres, que vete tú a saber. Y mientras rememoraba la letra de 'Extrema y Dura', la canción que compuso Robe Iniesta para su disco Rock Transgresivo, allá por 1989, alcé la mano al aire y con un rápido movimiento pedí la cuenta. Con el mismo gesto, impertérrito, apático y sudado, nuestro verdugo indolente trajo un papelucho con la dolorosa (nunca mejor dicho). 26 jodidos euros que nos supieron como 26 jodidas puñaladas traperas.
Abandonamos La Extremeña con la extraña sensación de que las larvas que se podía llevar a la boca Bear Grylls para sobrevivir en el desierto del Kalahari en El Último Superviviente eran ambrosía para los dioses en comparación con aquello. Que el bueno de Bear debía visitar aquel Gulag madrileño y luego ya hablaríamos. Pero, sobre todo, que "lo que no te destruye -como decía mi madre- te hace más fuerte". Y tanto.