Indiana Jones corre delante de una enorme bola de roca. James Bond se lanza en coche desde un avión para luego desplegar un enorme y discreto paracaídas con la bandera del Reino Unido. Nosotros cruzamos la calle cuando el semáforo en verde está parpadeando. Al fin y al cabo todos necesitamos nuestros pequeños chutes de adrenalina.
La civilización nos ha dado muchas ventajas, como por ejemplo no tener que estar permanentemente pendiente de que un oso hambriento no decida que nuestra cueva es una estupenda despensa. Sin embargo, nos ha privado de esa chispa que da a la existencia el saber que nuestra vida está en constante peligro.
Así, hemos llegado a sentirnos todo unos aventureros en situaciones que harían sonrojar al más aburguesado de nuestros trogloditas antepasados.
Salir de casa con el 49% de batería
Los smartphones se han convertido en una extensión de nuestro cuerpo. Podemos salir de casa sin las llaves y no darnos cuenta hasta horas después, pero es casi imposible dejarnos el móvil y no darnos cuenta de ello antes de llegar al ascensor. Pero lo que sí puede ocurrir es que tengas que salir de casa sin haber podido cargarlo antes y cuentes con apenas la mitad de la batería. Oh, eso es El Terror.
Cada 1% de la batería cuenta. Excedernos en el uso puede significar quedarnos aislados en una burbuja analógica, puede significar perdernos un meme en un grupo de Whatsapp, puede significar tener que preguntar a un transeúnte por una dirección… ¡puede significar tener que hablar con una persona cara a cara! Dios nos libre de ello, por Dios.
¿Merece la pena hacer esa foto? ¿contestar al Whatsapp? Oh, ha sonado una notificación de email ¿enciendo la pantalla para ver qué es? ¿y si es spam de LinkedIn? Toda acción se convierte en un dilema existencialista que volvería loco a Sartre.
Mirar la foto que han mandado al grupo del gimnasio o no mirarla. Esa es la cuestión.
Actualizar el ordenador
Cada cierto tiempo, nos toca actualizar el ordenador. No importa que uses Windows o Apple. El momento en el que presionas el botón “actualizar” comienzan los sudores, los temblores y las dudas. ¿Habré hecho bien? ¿Irá fatal el ordenador con la nueva versión del sistema operativo? ¿Tardará tres siglos en abrirme Word? ¿Serán compatibles todos los programas que tengo? Oh, Dios mío, debería haberme conformado con la antigua.
Pero lo peor es el propio proceso de actualización. Siempre parece demasiado lento ¿se habrá quedado colgado? Se trata de un momento de pánico absoluto. Especialmente si de golpe te indica que tardará 150.000 años en terminar la actualización:
No es sudor frío, es hielo.
Realizar trabajos a última hora
Todo el mundo sabe que con un poco de presión se trabaja mejor. Ese punto de adrenalina activa el cerebro, te pone en máxima alerta y te hace más creativo. Puedes estar acabando el informe que tienes que entregar a las 8 de la mañana del día siguiente a las 3 de la madrugada con lágrimas en los ojos y jurando que la próxima vez lo harás todo con más tiempo… pero sabes que no.
Sabes que no lo harás porque aporrear el teclado a altas horas de la noche a toda velocidad, como si toda esperanza estuviera perdida. Pero tú no te rindes. Eres como los últimos de Filipinas. Como los atrincherados en El Álamo. Como los jinetes de Rohan que lanzan su última carga contra los ejércitos de Saruman al verse atrapados en el Abismo de Helm. Si vas a caer, caerás al estilo vikingo.
Entonces consigues acabarlo a tiempo
Y durante un rato te sientes vivo.
Subirte al metro cuando suena el aviso sonoro
La vida es demasiado corta para esperar al siguiente tren. Da igual cuántos avisos suenen por megafonía. Da igual cuantas señales pongan indicando que no te subas al vagón cuando suenan esos pitidos que advierten que las puertas se van a cerrar en unos segundos. Si has corrido escaleras abajo nada te va a parar ahora que ya estás en el andén, a solo tres pasos de tu objetivo. Ni siquiera el riesgo de morir partido en dos por las puertas mecánicas al cerrarse.
El proceso siempre es el mismo: carrera por el andén, y a pocos metros de las puertas frenas para entrar con un saltito, casi de bailarina. En ese momento, cuando eres consciente de tu éxito al oír como las puertas se cierran a tu espalda. Levantas la vista y un pasajero te mira con aprobación. Él ha estado en tu lugar. Te comprende.
Durante cuatro segundos, tienes un hermano.
Entrar en un restaurante chino y sin tener ni idea de qué tal es
En la era de Google Maps y TripAdvisor, entrar en un restaurante sin tener ni una referencia de qué tal es puede ser una excentricidad. Sin embargo, en ocasiones puedes tener prisa y tener que apostar por el primero que encuentras, incluso si es uno de esos restaurantes chinos en los que no entra ni un inspector de sanidad.
Entonces es cuando te ponen el plato sobre la mesa. Lo miras y lo que quiera que sea eso te devuelve la mirada. “Da igual, mi estómago aguanta lo que sea”, piensas. Hincas el tenedor. ¿Esta textura es la que debe tener? No quieres parecer poco cosmopolita, por lo que te lo llevas a la boca y te lo tragas con cara de póker, esperando que tus intestinos sean capaces de soportar la tormenta.
“Yo soy la tormenta”, contestan tus intestinos.
Quedarte solo en la cola del súper mientras tu acompañante va a buscar algo
Decía Gunilla von Bismark que los supermercados son un lugar fascinante. Y lo son. Las cajas son un lugar fascinante, especialmente sus colas. Escoger en qué fila ponerse ya suele ser un proceso similar al de desactivar una bomba: en apenas cinco segundos analizas la carga de los carritos, en cuál hay ancianas y cuál es más larga. Una vez elegido, tienes un ojo puesto en el último ocupante de la otra fila, el que ocupa el puesto que te tocaría a ti. En ese momento se establece entre los dos una carrera que sonrojaría a la rivalidad entre Alonso y Hamilton.
Pero los supermercados guardan un último terror para aquellos que osan entrar acompañando a otra persona, para aquellos que no tienen que comprar nada pero han sido arrastrados por alguien que sí, para quienes se ven obligados a pasar unos minutos de su breve existencia en un supermercado sin necesidad real. Es el momento en el que tú y tu acompañante estáis en la cola para que pague y de golpe se acuerda de algo que no ha cogido. “Espera aquí, que voy a por una cosa”, dice y te deja, con toda su compra y desaparece entre esos pasillos fuertemente iluminados.
Y entonces sí, la cola va avanzando rápidamente. Nadie quiere que le envíen la compra a casa, ninguna viejilla quiere pagar 20€ con monedas de dos céntimos, nadie ha olvidado pesar las manzanas golden… todo va como la seda, menos tu acompañante, legítimo dueño del carrito del que te ha nombrado custodio. Repasas el mapa del local para pensar que no hay nada que esté tan lejos como para justificar tan larga desaparición. Entonces llegas al final de la cola. Decides actuar con normalidad e ir poniendo los productos sobre la cinta de la caja. “¿Y si no llega ya? ¿Qué hago? ¿Tendré que pagar yo? ¿Salir corriendo y pasarme la vida huyendo de la justicia?”. Y en ese momento reaparece tu acompañante con un tubo de pasta de dientes.
Y El Terror del Coronel Kurtz se esfuma, como si nunca hubiera estado allí.
El mundo vuelve a girar y tu vida vuelve a ser aburrida.