Abrir a menudo el baúl de los recuerdos no es del todo sano, lo sabemos. Andar una y otra vez repasando tiempos pasados que nos parecen ahora mejores puede llegar a deprimirnos e inmovilizarnos, pero hay épocas en las que es difícil escapar a la morriña. La Navidad es una de ellas, pero las vacaciones de verano, sin duda, se llevan la palma.
La infancia, para la mayoría de nosotros, fue un lugar maravilloso y feliz donde los veranos eran eternos y despreocupados. Un territorio donde habitaban la fantasía y las aventuras, sumergiéndonos en un universo paralelo con las únicas premisas de hacer la digestión antes de zambullirnos de nuevo y llegar a casa a la hora de la cena.
Así que hoy, cuando el mes de julio da sus últimos coletazos, vamos a permitirnos el lujo de ser un poco abuelos Cebolleta sin remordimientos, recordando algunas de las cosas que más añoramos de nuestra niñez al sol sirviéndonos también de las imágenes de los muchos objetos que han ido recopilando desde Yo fui a EGB, los reyes de la nostalgia ochentera.
1 Tres meses de vacaciones
Con junio llegaba la jornada intensiva (no había clase por la tarde) y a mediados nos abrían la puerta del colegio y la cerraban a nuestra espalda hasta bien entrado septiembre. Unos tres meses de vacaciones de verano que nunca jamás vas a tener la suerte de disfrutar hasta que te jubiles (si puedes llegar a hacerlo, claro).
2 El coche de tus padres hasta los topes
Da igual que fueses hijo único o que tuvieses cuatro hermanos más. El coche familiar podía con todo y más. Eso sí, iba a reventar. Esos viajes hasta el pueblo o el lugar de veraneo, para los más suertudos, eran eternos. Horas y horas de trayecto por las carreteras españolas que han dejado un sinfín de anécdotas (y cintas de casete) para recordar.
3 El pueblo
El lugar donde el tiempo no pasa, el país de Nunca Jamás, el paraíso. Allí te soltaban el día de San Juan y te recogían el 15 de septiembre, pero tú nunca eras el mismo entonces. La libertad de pasarte un verano a tus anchas, con amigos nuevos y muy distintos a los de la ciudad, te hacía madurar a pasos agigantados.
4 Estar en el agua 7 horas
"¿Pero no te estás congelando? –No, mamá, salgo ahora". Labios azules, piel arrugada, tiritona… Pero no, tú no dabas tu brazo a torcer y te quedabas cinco minutos más siempre en el mar o la piscina. Lo gracioso es que rara vez enfermabas. Prueba a ver ahora…
5 Esas tardes de cine
Cuando el día no acompañaba y alguna tormenta de verano hacía aparición no había dramas. Armabas el Cinexin o ibas al videoclub a por una de esas películas que se han convertido en míticas.
6 Volar en bicicleta
Cuando heredabas o tenías la suerte de que te regalaran una bici, ese pasaba a ser el día más feliz de tu vida hasta la fecha. Las BH poblaban las carreteras secundarias de nuestro país dejando un rastro de libertad, aventura y cicatrices en las rodillas.
7 La hora de la serie
¿Quién no ha interrumpido el juego o se ha levantado temprano para no perderse su serie favorita?
8 La hora de la merienda
Salir del agua con los labios morados y el estómago rugiendo para encontrarte el bocadillo de Nocilla con pan de verdad, ese que en Galicia llamamos "da casa" o "del país". Todavía puedes saborear esa mezcla de chocolate con salitre y alguna que otra arena crujiente que se colaba. Otros días te tocaba helado, y eso era el subidón del siglo. Después ya, si tenías 25 pesetas camufladas, eras el rey del mundo con unas pipas...
9 La moda de ponerse cómodo
Nuestro outfit nos preocupaba más bien cero. Si eras de los pequeños de la casa rara vez estrenabas algo, porque lo heredabas de los mayores (la ropa, por aquel entonces, duraba), así que más o menos todos vestíamos exactamente igual:
10 Jugar, jugar, jugar
En la playa, en la piscina, en casa… Nos pasábamos el día jugando a lo que fuese y no nos aburríamos nunca:
11 Las fiestas del pueblo
Uno de los momentos más esperados del verano era la verbena. Montarse en el saltamontes, en los coches de choque, en la noria… Bailar y, quizás, dar el primer beso. Bajar con tus mejores galas y, si eras muy osado, atreverte a dar el primer sorbo furtivo de vino.
12 Heridas que no nos detenían
Si tienes las rodillas y los codos perfectos, tu infancia ha sido descafeinada, lo sentimos. Esas buenas raspadas al caerse de la bici, el impacto del columpio de hierro en la frente, las picaduras de los escarapotes… Todo se arreglaba casi de la misma forma:
13 La patria son los abuelos
Si nuestros padres tenían que volver al trabajo o, simplemente, querían evadirse un poco de nosotros, nos dejaban con las mejores personas del mundo: nuestros abuelos. No cabe más sabiduría y amor en un ser humano.
14 El gamberrismo
El "ni se te ocurra hacer eso" era la chispa que nos faltaba para ejecutarlo. Colarnos en aquella casa abandonada y misteriosa, ir a robar fruta de la finca del vecino menos agradable, sobrepasar las fronteras del pueblo en la bicicleta… En el verano se fraguaban nuestras primeras gamberradas.
15 No había depresión postvacacional
Bueno, un poco sí. A ver, cuando ya se empezaban a notar los días más cortos, septiembre avisaba que la escuela estaba a la vuelta de la esquina y el tema ya no molaba. Pero lo cierto es que, en el fondo (a veces muy en el fondo), tenías ganas de ver otra vez a tus compañeros de clase. Así, con cierto optimismo, evitabas la depresión hasta que, maldita sea, volvías a ver esta escena en la televisión:
Nosotros ya no vamos a poder volver a ser niños, pero lo que sí podemos hacer es contribuir a que los niños y niñas que están a nuestro alrededor (hijos, sobrinos, nietos y demás familia) construyan recuerdos igual de bonitos que los nuestros en sus veranos eternos. Se lo debemos.