Ni siquiera la cercanía del agua ofrece tregua para sobrellevar la canícula. En Sanlúcar de Barrameda, Cádiz, en plena desembocadura del río Guadalquivir y con Doñana en el horizonte, los zagales corretean en la orilla apurando los últimos instantes de baño. Cae la tarde y la marea comienza a bajar vertiginosa dejando una fina, húmeda y lisa pista sobre la que galoparán caballos purasangre. Ocurre cada mes de agosto, coincidiendo con la bajamar. Y el espectáculo congrega a un altísimo número de curiosos que, impertérritos bajo las sombrillas, animan la tarde soltando calderilla en las improvisadas casas de apuestas regentadas por niños. Son las carreras de caballos de Sanlúcar. Y poco o nada tienen que envidiar a las de Ascot.
En la orilla, con la muchedumbre en coloridos trajes de baño, no se ven los clásicos sombreros que tanto dan que hablar en el real condado de Berkshire, a seis millas del castillo de Windsor, Inglaterra. Las mujeres, lejos de acudir tocadas al hipódromo natural de Sanlúcar, se sirven del siempre a mano abanico para desafiar las horas de intenso sol. Climatización vernácula para aliviar la caló. Porque el termómetro roza los 35 grados, aunque parezcan muchos más.
Nada que ver con las agradables brisas del sur de Inglaterra. Aunque allí no hay bigotudos langostinos tigre de arrastre y trasmallo, sabrosas ortiguillas fritas, crujientes tortillitas de camarones o la, siempre fría, copita de manzanilla de Sanlúcar. Y, claro, ahí Ascot hocica.
“El año pasado hizo más fresquito, vamos, que se podía estar; pero hoy es horroroso”, narra animosa la abuela Carmen, que nunca ha pisado un hipódromo pero que no se pierde una carrera de Sanlúcar desde que tiene uso de razón. De chica acompañaba a una vecina a la playa a cambio de una perra chica, cinco céntimos de peseta -ahórrese el cálculo, 0.0003 euros-. Salario que se jugaba en los ya tradicionales kioscos de apuestas que regentaban, y regentan, los niños, uno de los principales atractivos de la cita ecuestre gaditana.
172 años de carreras de caballos en Sanlúcar
Las carreras de caballos de Sanlúcar cumplen en esta edición 172 años lo que les confiere el título de las más antiguas de España. “La historia la sabes, ¿no?”, pregunta Pablo, el nieto de Carmen, a los reporteros, que responden dando noes con la cabeza. “Los caballos -explica el zagal- arrastraban las cajas de pescado por la orilla tras descargarlas de los barcos, pero la mitología también dice que el dios Zeus soltaba a sus caballos en las orillas del Guadalquivir para que descansaran”.
El oficio obliga. Y qué menos que conocerse bien el origen del negocio que le granjea un buen puñado de euros cada verano. Pablo tiene una casetilla de apuestas, muy coqueta, y ofrece a sus clientes el triple de lo apostado a caballo ganador. Y un regalito, que bien puede ser una chuchería, peluches o juguetes para la playa. Todo va en función del dinero que se juegue. Eso sí, con un máximo de dos euros y mínimo de cinco céntimos.
Apuestas, hasta 300 euros de beneficio por verano
En una caja tiene los boletos, sellados en el dorso y algo de cambio. Así se ha llegado a sacar hasta 300 euros por verano, repartido en las seis jornadas de carreras, 23 pruebas en total que se distribuyen en dos ciclos. Once en los días 3,4 y 5 de agosto; doce entre el 17, 18 y 19 del mismo mes. Ambos con una semana por medio, la necesaria para que vuelva la bajamar a la playa donde muere el Guadalquivir.
Los Palma Ávila, que viven en el barrio Alto, en pleno centro de Sanlúcar, explican que gracias a las apuestas su hijo ha podido comprarse un ordenador portátil, unos patines y a su perro Pumuki, un chihuahua. “Niño, ¿tú no serás un inspector de Hacienda?”, bromean con unas viandas, tortilla de patatas y demás comida de playa, dispuestas sobre un par de mesas plegables.
Han colocado las sombrillas, tres, estratégicamente en la línea que separa la arena seca y la mojada, justo por donde discurrirá la endeble valla de plástico naranja que separa a los caballos de los bañistas.
El ambiente a pie de playa dista mucho del que se disfruta en la zona oficial, una imponente carpa situada en la línea de meta. Allí entran, previo pago de once euros, quienes quieran gozar de una zona de barras de bar, gradas desde donde ver sin agobios la llegada de los competidores y demás ventajas que no se encuentran en la arena.
En la zona noble, los curiosos escudriñan a los caballos en el paseo previo a la salida y presencian el pesado de los jockeys.
Hay nervios en la zona de báscula. Y trasiego de gentes del sector, desde preparadores a propietarios, jueces y comisarios, jockeys o, en su versión femenina, jocketta. En singular, porque sólo hay una: Nieves García, con 50 kilos y 1,64 metros de altura.
Conversa Nieves con Lucía Gelabert, amazona, en los momentos previos a su participación en la carrera, la cuarta de las cinco que se disputan en la primera jornada. La diferencia entre ambas estriba en el bolsillo, Nieves es profesional y cobrará por su participación; Lucía, aficionada, o amateur, y se subirá a lomos de Gamelín y Learza por amor al arte.
Nieves debutó en Sanlúcar con 21 años, ahora tiene 40. Empezó como amazona y a los 27 se hizo yoqueta -adaptación al español de la voz inglesa-. Ambas, las únicas mujeres que se subirán a lomos de un caballo, explican que las carreras de caballos de Sanlúcar tienen algo especial.
“Es un subidón de adrenalina”
“El público, muy animoso y siempre encima de nosotros; las impresionantes vistas a Doñana, con la puesta de sol por la desembocadura del Guadalquivir; el ambiente…”, enumera Nieves. “Es un subidón de adrenalina cuando galopas por la arena con el resto de caballos alrededor”, apunta Lucía, cuarta generación de jockeys.
Aunque Sanlúcar también entraña cierta dificultad. “La arena es muy complicada -detalla Nieves-, hay caballos muy playeros que se adaptan bien y otros que no rinden a su nivel; otros se ponen muy nerviosos con el público tan encima, porque este no es un hipódromo más”.
“Sanlúcar es punto y aparte, imprevisible -zanja la yoqueta-, cualquier cosa puede pasar”.
En las 23 carreras se reparten 148.920 euros en premios, que oscilan entre los poco más de cinco mil euros a los 13.600 euros del Gran Premio Ciudad de Sanlúcar. Aunque también se mueve mucho dinero en las apuestas, esta vez oficiales, en la que se pueden jugar gemelas, tríos y a caballo ganador.
De vuelta a la playa, donde se concentra la acción, la húmeda arena ha dejado de ser una pista lisa después de un par de carreras. El galopar de los caballos ha convertido la amplísima y serpenteante orilla en tierra batida. Entre competición y competición, los niños acuden corriendo a la orilla para bañarse ante la atenta mirada de los guardia civiles que se apostan cada veintena de metros.
“Ya no es como antes”, explica Mercedes, junto a la casetilla de apuestas de su sobrina Maravillas. La familia, abuela septuagenaria incluida, recuerda cómo hace años la laxa organización permitía ver las carreras desde el agua. Ahora solo todos deben verlas desde la arena seca. “Era más divertido”, insiste melancólica.
Las carreras de antes, menos seguridad, más diversión
“La gente se agolpaba en la orilla y se iban abriendo al paso de los caballos, claro, era más peligroso, pero estabas encima de la carrera. Recuerdo a la abuela que gritaba ¡Los niños! ¡¡Los niños!! y cada uno, trece nietos, aparecía por donde podía, algunos en el agua, otros por el paseo… Era más divertido”, defiende.
Ahora la diversión la pone el caballo nervioso que se vuelve a pie, en mitad del gentío y los silbidos de los guardias, por haber rehusado a entrar en los cajones de salida. Un peligro si se desbocan, una atracción más, que los bañistas siguen de cerca.
Cae la tarde, el Atlántico brilla por el reflejo anaranjado del sol, las sombras se proyectan alargadas en la playa. Huele a sal. Y siguen moviéndose las apuestas en los kioscos de los zagales, que repasan una y otra vez la línea que determinará el ganador de la carrera. Hay tantas metas volantes como puntos de apuesta a lo largo de los dos kilómetros de pista. Y tantos caballos ganadores como cambios en la posición de los participantes en la carrera. Decide el noble ojo del chiquillo que maneja las apuestas. Algunos hasta hacen foto finish para evitar polémicas.
“Porque como haya dudas no veas la que se lía”, comenta con guasa Antonia a sus 70 años. “Por cincuenta céntimos nos damos bofetadas”, explica bromeando la abuela de Maravillas, que decide quien gana desde lo alto de su casetilla.
Las carreras de caballos de Sanlúcar tienen ese punto familiar y, por lo general, siempre ganan los niños. En parte gracias a la buena voluntad de quienes perdonan el beneficio cuando ganan.
La caja fuerte, de cartón y lunares de colores, de Maravillas está bien cargada de moneditas. El año pasado llegó a ganar unos cien euros. Gracias a las apuestas aprendió a manejar dinero, a sumar y -por desgracia para ella- restar. “Pero todo lo que consigue se lo gasta en los cacharritos -atracciones-; ya que lo gana ella, que lo disfrute en lo que quiera”, apunta Jesús, su padre, que se mantiene vigilante a los quehaceres de su hija de nueve años.
Queda una carrera para que se acabe el primer día. Cuatro hermanas de Córdoba, Aurora, Paula, Fernanda y Maripepa, veraneantes en Sanlúcar, gritan con fervor a favor del número tres. Ni siquiera saben que se llama Talentun, que viene de Gran Bretaña, que lo monta el jinete Fallos o que pertenece a la cuadra Nanina. Pese a todo ese desconocimiento gritan, y gritan, porque han apostado por él. Una corazonada.
Atronando, los ocho caballos en liza pasan a escasos metros. Y se desata la locura. “¡El tres! ¡¡El tres!! ¡¡¡Ha ganado el tres!!!”, grita Aurora. Sus hermanas la abrazan. “He apostado al tres y ha ganado”, explica efusivamente mientras hace el signo de la victoria.
— ¿Pero cuánto ha apostado?
— ¡Veinte céntimos!
Arena, sal, sol, apuestas y mucha guasa. Esto es Sanlúcar.