Cuando me preguntan cómo me defino como persona siempre digo que soy un tipo normal. He tenido una profesión que me ha puesto durante mucho tiempo en el escaparate, pero al final, tengo mi familia, mi intimidad, mi trabajo…, como todos. O casi todos. Algunos tienen que luchar un poco más de la cuenta para que los traten como iguales.
Junto a mi mujer, Trini, tenemos tres hijos. A los tres los hemos educado de forma similar. No hemos hecho concesiones. El mediano tiene 28 años y se llama Álvaro. Es un chaval estupendo. Cada mañana lo primero que hace es pasear a su perro. Trabaja en una empresa de servicios. Se encarga de recoger la valija que llega a los distintos departamentos, la registra y la distribuye. Algunos fines de semana va al circuito de karts. También hace deporte: natación, pádel y fútbol sala. Es un chico muy sociable. Muy normal. Solo que tiene síndrome de Down.
No es que un día, de repente, decidiéramos dar visibilidad al caso de Álvaro. No lo pensamos, pasó. En el 2010 estábamos compitiendo en el Mundial de Fútbol con la selección española y mi hijo me dijo que si ganábamos se subiría conmigo al autocar. Yo no le di más importancia porque veía la victoria casi imposible. Pero, al final, sucedió, y Álvaro se paseó con nosotros en el autocar. Fue algo totalmente espontáneo, pero todo el mundo se enteró de que teníamos un hijo con síndrome de Down. Y la verdad es que darle visibilidad y tratarlo con normalidad fue lo mejor que pudimos hacer.
Nuestra profesión nos da un lugar en el mundo
Junto con otras cosas, como el sitio donde nacemos o nuestra familia, el trabajo nos ayuda a definirnos como personas. Yo vine a Madrid a los 17 años y el Real Madrid me formó y me educó. Nuestra profesión nos da un lugar en el mundo. Todo el mundo tiene (o debería tener) un trabajo. Es algo tan presente y significativo en nuestras vidas que no tenerlo pone barreras, económicas, pero también emocionales, entre nosotros y los demás.
Si algo teníamos claro mi mujer y yo cuando Álvaro nació era que queríamos que fuera a un colegio de integración —y fue a uno pionero en Madrid para niños con discapacidad— pero, sobre todo, queríamos que tuviera un trabajo. Y lo más importante es que, cuando se hizo mayor, fue él quien nos lo pidió.
Ahora está feliz en su empresa. Es feliz y nos hace felices. Ha encontrado su medio. A cualquier persona tener trabajo le aporta un equilibrio en todos los sentidos y, para estos chicos, además, un empleo es también el primer paso hacia a la autonomía personal.
Hace poco leí datos del Instituto Nacional de Estadística que confirmaban que solo el 23 % de las personas con discapacidad tiene empleo. Por eso es vital lo que hacen entidades como la Obra Social ”la Caixa”, que los apoyan no solo en el plano económico, sino también en temas de formación y asesoramiento. Estas iniciativas, que los preparan y les ponen en contacto con empresas, como hace el programa Incorpora u otros como el Stela de Down Madrid, son básicas.
Les enseñan comportamientos, a realizar tareas concretas y, a la vez, educan a las empresas para que ganen consciencia ética y sepan todo lo que estos chavales con capacidades diferentes pueden aportar a la sociedad. Porque realmente pueden hacer mucho más de lo que creemos. Allí donde van, suman. Y, además, propician un ambiente laboral más sano y tolerante entre todos los trabajadores.
Todos, en algún momento de nuestras vidas, podemos tener alguna discapacidad
Siempre me ha gustado Miguel de Unamuno porque era un hombre que respetaba a los que no pensaban como él. Y creo que deberíamos tenerlo más presente: hay que ser abiertos y escuchar a los que son diferentes a nosotros. Realmente deberíamos empatizar un poco más con las personas con discapacidades porque absolutamente todos, en algún momento de nuestras vidas, podemos tener alguna discapacidad, física pero también mental. Yo, por ejemplo, antes jugaba al fútbol y me movía bastante bien y ahora me cuesta andar. Y no es broma.