Los tres toreros anunciados en Pamplona este viernes sumaban juntos seis tardes en lo que va de año. La corrida de Cebada Gago fue un cinturón de explosivos: seis cartuchos de dinamita con la mecha corta. Los milagros existen, al menos en los ruedos. El éxito de la terna estuvo en haber salido a pie de la batalla librada. La tragedia sobrevolaba Iruña desde por la mañana con estos toros que cargaban cristales en la barriga. Muy desiguales, además, y fuera de tipo. Un trago.

Javier Jiménez fue Lázaro. Entró a la enfermería paralizado de cintura para abajo, atenazadas las piernas, engarrotadas las manos, y salió como si fuera otro, desprendido del dolor y la identidad. Qué tiene Pamplona, no lo sé, pero en el Vaticano acumulan ya varias montañas de informes con lo que allí ocurre: debe estar al caer la canonización de la ciudad. El de Espartinas no recordaba nada de lo sucedido cuando se incorporó porque 'Artillero', que se había hecho dueño de las calles en el encierro, lo utilizó como saco. A la fiera le sentó fatal perder.

Pues mira, Javier, ocurrió que habías estado serio y firme. El inicio de faena fue por banderas, pasando más de seiscientos kilos por allí. Hubo un cambio de pitón, del derecho al izquierdo, buscando la distancia y el sitio. Con el capote los delantales volaron suaves, algo mecidos.

La media arrancada de 'Artillero' pedía medio muletazo. Iba, la verdad. Sin dudas los naturales se sucedieron de uno en uno. La mano derecha desengañó, anteponiendo el cuerpo, sacando la muleta desde atrás, tocando a la altura de la cintura. Molinete y el de pecho. Avisó una vez por dentro. Estaba todo preparado para tocar pelo si funcionaba también la espada y ocurrió.

De rodillas, en los medios, como si la intención fuera la de hilvanar un salto de la rana, 'Artillero' acertó. Desde el muslo empalado voló tu cuerpo, aterrizó en el lomo y cayó frente al toro. Se giró con saña, buscando en el suelo. Te encontró desde el pecho. Un nuevo derrote disparó el traje de luces a la exosfera: la caída la encajó toda el cuello, un golpazo horrible. Allí hubo otra pasada, con el pitón lamiendo la oreja, la pala aterrizando sobre la mandíbula, afeitando la cara. Tres patadas sacudieron la cabeza y se hizo de noche.

Jiménez se levantó de la enfermería como una aparición para matarlo y lo pinchó. El milagro se había consumado.

Volvió al hule hasta su nuevo turno y perdida la consciencia, pregunto qué había pasado, cómo lo habían cogido y si había matado, salió al ruedo. La inconsciencia del inconsciente. No hubo manera de agarrarlo en la camilla. Y el sexto sólo tenía pitones.

Alto, ensillado, cabezón. Horroroso. Perfecto para rematar la pesadilla. La sensación ácida y oscura se posaba en sus hombros cuando Jiménez desplegó el capote como en una ensoñación, observaba su alrededor intentando comprender dónde estaba, lacio, en trance, flotando entre el jaleo y el monstruo que se le arrancaba. Blanco, con gestos y miradas que sacaban a flote una cruenta lucha interior por sobreponerse. Remontar aquello.

A la muleta parece que llegó algo más despejado. Brindó a la madre y se puso. La mano derecha templada, firme. Un desarme en el de pecho. Más descompuesto por el izquierdo hasta que cantó la gallina. Pegado a tablas los naturales fueron buenos, entregado, de uno en uno, buscando el pitón contrario. El toque suave, trazo redondo y el cuerpo perdido, K.O. Ni quería ni tenía nada el cebada. El pitón perfiló el gluteo rompiendo la seda en la última manoletina.

El chaval no se tenía en pie y se fue a por la espada, desmadejado la sostenía sin fuerza ni rumbo. El esfuerzo para montar el brazo fue bárbaro. Pinchó a la primera y la enterró a la segunda, con propina incluida, otra más: la rodilla encajó un gañafón convertido el Lázaro de Espartinas en diana humana, cosido a pitonazos, golpes y patadas. Resoplaba aliviado y vacío cuando se dirigía a tablas, atando cabos. Inexplicable todo. Flipante.

Eugenio de Mora. EFE

Eugenio de Mora se libró también porque no debía ser su día. Luchó por ganar la acción al explosivo primero. Los trincherazos eran auténticos refugios. En paralelo, el toro acumulaba sentido. Lo desató en un pase de pecho, vuelto en la ingle. Enhebró la taleguilla a la altura de la femoral sin querer soltar. Sentía la presa pero no la sangre. Ostras la alimaña. Eugenio de Mora volvió a la cara y lo mató como pudo y entrando de nuevo sin sacar la espada envainada. Dos espadazos dentro no sirvieron para derribar a aquello, muy sangrado además en el caballo.

No pudo hacer nada con el cuarto, sólo mostrar su profesionalidad, que también le echó mano. Las afiladísimas puntas volaron bajo por el pecho y el vientre. No calaron. Qué batalla, la cara por las nubes, agarrado, sin clase, guardando gatos.

Se partió el pitón en un encontronazo con el burladero el segundo y a nadie le importó. Las protestas al menos no se escucharon. Sangraba por la punta del izquierdo. No pasó nada. Como si simplemente no hubiera ocurrido. Insólito.

Le ganó terreno Moral con el capote. En la muleta robó alguna tanda, pero sabía lo que había este también. Soseaba. Nada. El quinto fue un galafate del Levante. Algunas peñas mediterráneas soñarían con tenerlo para embolarlo. Badana, amplio de cara, ensillado y montado. No tenía recorrido. Salía con la cara alta. Moral fue haciéndolo y logró un conjunto estimable. Quiso calentar con molinetes de rodillas pero la nula entrega del mulo hipotecaba el esfuerzo.

CEBADA GAGO/ Eugenio de Mora, Pepe Moral y Javier Jiménez

Plaza de toros de Pamplona. Viernes, 8 de julio de 2016. Cuarta de feria. No hay billetes. Toros de Cebada Gago, 1º orientado y duro, a peor repuso el soso 2º, 3º con fondo y media arrancada, embistió a arreones y con sentido el 4º, un enorme 5º sin entrega ni humillación, 6º rajado.

Eugenio de Mora, de grana y oro. Espadazo envainado y estocada algo caída y varios descabellos (silencio). En el cuarto, estocada casi entera atravesada y varios descabellos. Un aviso (silencio).

Pepe Moral, de gris plomo y oro. Estocada trasera (silencio). En el quinto, estocada baja.



Javier Jiménez, de blanco y oro. Tres pinchazos delanteros y un pinchazo hondo delantero y varios descabellos (silencio). En el sexto, pinchazo delantero y estocada trasera casi entera. Un aviso (ovación de despedida).