Ya no nacen toros. Son impresos en 3D, recubiertos de filamentos plásticos. Construidos por fases, descontados en un porcentaje. Sólo una gota de sangre, seca en su interior, recuerda su origen como reyes del campo, del mundo antiguo. Los moldean las horas. Ya no huelen a bravo ni quieren partir en dos al hombre. Inmóviles, rugosos, tan artificiales, producidos bajo el fabril y ensimismado sonido de la aburrida máquina. La miniatura de material fundido cabe en una mano. Se puede cerrar el puño en torno a ella, qué paradoja sostener así la historia de la civilización, que es la del toro. Es una aberración reducir toda esa fuerza a un juguete. Los toros dormidos sueñan con androides toreros: en 2100 los toros ya no nacen, se fabrican.
Han transcurrido 83 años de golpe. Recordad 2017, cuando había un optimismo leve, una alegría, el último estertor. Echando la vista atrás se ve toda la pendiente desde donde se ha deslizado la Tauromaquia hasta desaparecer. En el sumidero ha quedado algo. Los restos los recoge Laura Domínguez en ‘Piel de toro 2100’, la exposición que adelanta el reloj, la distopía en la que el toreo ha sucumbido y se le recuerda como una reliquia. “Sólo echamos en falta lo que no tenemos. La reflexión es mejor desde el vacío y no sólo con este tema, casi con todo. Cualquier tiempo pasado es mejor, pero eso es absurdo. Lo anterior siempre lo vemos con ternura. Nuestra niñez, la juventud”. Propone adelantar el reloj, vivir en un nuevo siglo sin toros, una retrospectiva del futuro. “La pérdida de la Tauromaquia genera un espacio en blanco en el que es posible reflexionar sobre todo lo que supone. El tibio, como llamo a los que no están a favor ni en contra, se plantea cosas al observar lo perdido”, explica por teléfono.
Su intención, dice, es la de crear debate sin radicalidad. “El antitaurino me da cierta pena. Yo lo entiendo de verdad, me pongo en su situación. Ellos no lo hacen. Lo que ocurre en el ruedo es una metáfora de la vida. No entenderlo me da pena. Ellos se lo pierden”. “Hay que hablar”, insiste, “abandonar la violencia. Creo que con esto damos ese paso”.
La muestra del fin está en la sala ‘Art of Room’ hasta el próximo 6 de marzo. Al llegar allí el visitante, sin embargo, se encontrará con cualquier cosa menos un espacio que recuerde a una oscura distopía de lo bonito, del mundo impuesto donde no cabe sacralizar públicamente la relación heroica con las bestias, morir o matar. Apabullan los colores chillones del tradicional rosa y amarillo, exagerados pero no lo suficiente como para crear un ambiente ‘Black Mirror’. Parece un escaparate gigante del pasado, es decir, de nuestro presente. Efectivamente: lo expuesto se vende. Laura Domínguez, la artista, viste entera de blanco, “como si estuviera en el futuro”, ríe. En la solapa de la chaqueta un cartel luminoso muestra el nombre de la exposición una y otra vez. Ojalá en 2100 no haya esa especie de chapa digital. “Esto surge cuando cumplí 50 años. Decidí dar un giro a mi vida”. Laura es de Guadalajara. Ha trabajado como publicista y diseñadora gráfica. “Empecé a vender mis ideas”, aunque ha desarrollado proyectos artísticos desde 2005. “Este es mi último proyecto. Creo que la Tauromaquia está abandonada. Se le está dando de lado. La estamos dejando perder, la tenemos tan cerca que no le damos importancia y ya nos arrepentiremos”, señala.
El recuerdo de la Tauromaquia se abre paso con un diagrama que tiene el objetivo de envolver con contexto la idea y comienza en 2015, con noticias reales. 10 años después aparece la publicidad en los trajes de torear y trastos –peor que cualquier prohibición-. A partir de ahí se desencadena una vorágine de vetos y plazas cerradas hasta llegar a 2080, año del último San Isidro y último San Fermín.
20 años después sólo queda lo que ha recogido Laura. Capotes transformados en souvenirs del pasado y unas cuantas frases. La propuesta recalca esa aportación fundamental. “En nuestra cultura ha influido mucho este espectáculo. Hay expresiones imposibles de traducir que vienen de ahí. A un niño de 2100 sólo se le podrán explicar a través de la Tauromaquia, recordando lo que fue. Forma parte de nuestra identidad”. ‘Ponerse el mundo por montera’, ‘acoso y derribo’ o ‘coger el olivo’ son algunos de los ejemplos de las 100 expresiones que decoran la exposición con distintos modelos. “Los capotes los he recortado. Tienen sangre de toro, quizá del torero y mía, que me he pinchado y la he añadido”. Dentro de dos cristales enmarcados cuelgan un cuadrado de tela de un capote de Ortega Cano y otro de Juan de Castilla, un matador colombiano, alumno del CITAR. El conjunto encaja en un soporte. “Lo hemos hecho así para que pueda moverse y observar el bamboleo de la tela, su antiguo uso”. Se venden por 2500 euros. También hay porciones de recortes capotes enrollados con frases dibujadas a 200.
El soniquete que inunda la pequeña sala viene del fondo. La fábrica de toros no da más de sí. Una impresora en 3D crea ‘Futoros’, la joya de la muestra. “Si desaparece el toreo, desaparecen los toros”. La artista juega con la ironía de toros de juguete. En su interior una gota de sangre de toros de Victorino Martín los convierte en diamantes de plástico. “Victorino nos dijo que si estábamos locos, que cómo queríamos clonar un toro suyo. Cuando le explicamos el proyecto accedió encantado”. Las muestras las recogieron en un herradero en Las Tiesas. Fernando Sánchez Dragó hizo posible el encuentro. “A él le encantó la idea y propuso llamar a Victorino, que es perfecto por lo que supone la ganadería”. En mitad del proceso, Laura detiene la impresora. El ‘toro’ ya tiene la suficiente base para mantener la gota. Con una aguja la vierte y se reanuda la fabricación. La sangre queda atrapada para siempre. “Cada toro tarda unas tres horas y media. Los metemos en lo que llamamos cápsulas del tiempo. La ingeniería genética avanzará y alguien podrá alumbrar un toro real a través de esa sangre seca” cuando todo esté perdido. 100 euros es el precio por unidad. “Los ‘Futoros’ hablan de lo irreversible”.
El proyecto se apoya en el compromiso de Dragó y Anna Grau, y la confianza, “conceptual y estética”, de Boadella, en el director del CITAR, Pedro Alonso, y en Alfredo Villalba, “un amigo que nos ha ayudado con la parte tecnológica, a que los toros sean muy creíbles y a incrustar la sangre de verdad”. También en el deseo de Laura Domínguez de pausar la vida cotidiana. “Todo va rapidísimo. Lo importante es que cuando salga a la calle, el visitante sienta que todavía está en su mano tratar de no perder este patrimonio. Recapacitar”. ¿Y las instituciones? “También tienen parte de culpa. Deberían de preocuparse más. Lo tienen que defender, sería una pérdida para la humanidad. Deben hacerlo ya”.
En su futuro, Laura, prevé un acercamiento entre aficionados y antitaurinos: ambos vestirán de luto. “Lo inexplicable es la violencia actual. Respetan al animal y no al humano. Nos pasa a todos. A los niños los dejamos en las guarderías, a los abuelos en geriátricos y nos compramos una mascota para que nos haga compañía. Somos idiotas”. La reconciliación llegará con el fundido a negro. “Unos llorarán por perder el toreo y otros por la extinción del toro. Los ‘antis’ no son conscientes aún de que la cría de toros es insostenible sin Tauromaquia”.
-Una victoria del buenismo.
-No lo había pensado así, pero sí. Creo que tratan de imponer un punto de vista y que este espectáculo es un ancla. Lo homogéneo es aburrido. Y no hablo de España, sino de todo el mundo. Nos tenemos que aferrar al toreo como algo que nos hace diferentes.