El burraco enseñaba las palas. Otro aire al resto de sus hermanos. La corrida con la que tomaba antigüedad Domingo Hernández en Las Ventas era una pole de torazos redondos, una geografía de músculos. Dentro de esas megaestructuras de rompehielos había cierta sintonía. Desde la salida Rumbero atrajo las miradas. El blanco lo difuminaba, los 555 kilos parecían nada en la lista de los seiscientos. Sobre el fino morro se encendían dos antorchas afiladas, humeantes. La cola se abría en un abanico de látigos. Algunos se levantaron cuando pasó bajo sus localidades. Un grupúsculo del '7' aplaudió con entusiasmo impostado. "Esto, esto", señalaban. Qué fácil es hacerlos felices. La de toros bonitos que han salido en esta feria. Quería ir más allá en el capote de Ponce, pero lo retenía una debilidad. Punteaba en el instante en el que crece el lance.
No estaba sobrado de fuerza. Al contrario. Tres o cuatro resbalones tuvieron su destino en manos del verde. Enrique Ponce lo sostuvo. En el horizonte, la Puerta Grande. La mano en el bolsillo, acariciando el pelo del anterior trofeo. Le consintió muchísimo, dejándole tocar la muleta. Aguantó algún encuentro sin destino. Qué paciencia la de Ponce. Iba cambiando de manos desbrozando los caminos. Algunos chillaban. Miraba Ponce al tendido. Un ambiente enrarecido en esas dos rayas bajo el '6'. Apretó al natural y rompió el ole. Había una clase camuflada, un tranco espeso, también. En el medio muletazo dijo eureka el matador. Toda la base de confianza anterior, prendido el toro por su propia escasez de fuerzas, con el objetivo de la muleta en las puntas, salió adelante. Esa tanda fue la más lograda, intensa por el camino recorrido hasta llegar a ella. Ponce se había inventado un toro otra vez. Un muletazo los envolvió. El abaniqueo rindió definitivamente Madrid. La gente estaba encantada, fácil, dejándose enamorar con las carantoñas. Aplaudían felices confirmando el tonteo cuando cogió la espada. Sin embargo el muro de las dos puntas echó el cierre. El toro no se dejó matar, bloqueada toda salida. Ponce se estrelló allí y detrás del morrillo, el acero. La desilusión recorrió los tendidos. Se esfumaba otra Puerta Grande. A la segunda, cayó un poco baja. La gente empezó a agitar los pañuelos impulsada por la pasión. Fue cuajando la nieve. Una sorpresa. Cuando las mulillas engancharon al toro y tiraban de él, el presidente paró las rotativas: oreja. Saldría a hombros Ponce elevado en volandas por un público entregado. Le había dado la vuelta a la moneda tantos años después.
La reconquista de Madrid comenzó antes. Con el buen segundo. Libertino se marchaba de los vuelos, empujado por un rescoldo de mansedumbre. De las verónicas a las chicuelinas, todo lo hizo templado Enrique Ponce. Jaleaba la gente. Una luz en el camino. La media cabalgó ondeada, tan templada. El inicio de faena tuvo la intensidad de una sola faena. Ponce dio tres doblones sin rectificar, en el sitio, vasculando la genuflexión, un aparato. Empujaba Las Ventas. La media altura beneficiaba al toro. No lo obligó nunca. Compuso desde la cintura, manejando la distancia, la altura, la velocidad, los terrenos, claro. Una precisión suiza. Había runrún de lío. Como un engranaje suave, con algún tirón escondido, dejó la muleta puesta para girar. Tres muletazos en uno o uno como tres. No dejó escapar al bicho, tapándolo, ligando hasta la extenuación. Todo por la derecha, en el refugio de la primera raya. Madrid respetaba ciertas colocaciones, callada cuando Ponce iba a la cara. Lo nunca visto. Al natural no hubo la misma comunión, algo desperdigados los dos fuera del tercio. No funcionó el vuelo al ojo, Libertino lo tomó desubicado. Tan listo, no dejó que muriera esa serie, cerrando al toro, levantando esa última losa. Qué torero. Los doblones en redondo cerraron la obra colapsando los tendidos. En pleno vuelo se dio cuenta de que iba baja la espada y la sacó, quedando colgado del acero un instante, sobre el morrillo. Fue a la segunda. Paseó muy despacio la oreja.
Rocoso tenía un gran lomo castaño. Le caía el marrón sobre la enorme estepa móvil. Pronto se hizo capitán del ruedo. Los hombres a su alrededor se miraban. Los banderilleros se lo vieron en el fajín. Al lado del caballo tenía la altura de la montura. Colgaban algunas carnes, como si le cupiese un saco más al gigante. Varea se reunió con él en unas chicuelinas con garbo. Sería la última vez. Resultó que dentro del contenedor no había mucho. Escaso de poder, Rocoso se adelantó al lado de Varea, liliputiense, consumido tanda a tanda, sin apostar. No decían nada ninguno.
La expresión del sexto tenía pinta de teledirigida. Una conciencia superior. Como si mirara un hombre. Granaíno por nombre. Apretó en el caballo. Apuró para alcanzar el peto la segunda vez de largo, empujando. La pelea dejó una rastro de sangre como en el mármol de La Pasión. Una ventolera terrible se levantó para acompañar al toro en su galope a la muleta. Soplaba un viento frío de bravura. Tendido, no tan franco. Dos enemigos a templar. Varea se sostuvo pero. La expedición la retrasó el viento. Había emoción en cada embroque, empujando el toro desde los riñones. Marcaba el trazo del muletazo, quedándose hasta donde fuese la muleta. Las rachas desplegaban la muleta por debajo. Varea no terminaba de confiarse. Ambiente extraño, con la luz artificial, Granaíno esperando, un cielo implacable y la tela volandera. Olía a humedad cuando se echó la muleta a la izquierda Varea. Tres naturales buenos, enganchados desde delante. Se vio toda la dimensión del toro, humillado, con intensidad. De revolución. Empantanada la faena por tantas cosas, se acabó, arrastrando al bravo Granaíno con ella que remataba una corrida de azulejo.
La brega en banderillas descubrió en el tercero una clase cristalina. Era el turno, obviamente, de David Mora. Es un embalse de suerte. Lo observaba todo desde el callejón Capullo de Jerez, que es el Arcadi del otro lado, mientras Mora hacía malabares con su baraka. Le dio un susto con el capote, colándose por dentro, y Ángel Otero volvió a exponer para clavar dos pares complicados. Contundente la ovación. David Mora rebajó la fiesta. No dio ni uno. Alguna tanda limpia, por contar algo. Mientras, el de Domingo Hernández repartía el botín de embestidas con clase, profundas. 679 kilos repletos de oro, coches, fincas. Pobre su suerte. El trazo moría prematuro y el toro continuaba por su cuenta: ese fue su gran mérito, romperse a sí mismo. David Mora acumuló muletazos para vender en un top manta. ¡Salió a saludar! Distinto fue el quinto, más deslucido. El fondo le obligaba a humillar. La faena no tuvo intención, ni ritmo, ni casi interés. Pasó, como pasa la feria. Una confesión de Lucas Pérez precedió a la estocada: David Mora se quedó prendido del pitón, removido con dos sacudidas como si fuera un cocotero. Doblado, con el pitón rebuscando entre la tela, cayó al suelo. Allí el toro activó el sonar de la muerte. El matador se levantó ileso. La estocada seguía allí.
Ficha del festejo
Monumental de las Ventas. Viernes, 2 de junio 2017. Vigésimo tercera de feria. No hay billetes. Toros de Domingo Hernández, sin poder el 1º, 2º bueno sin fondo, extraordinario el superclase 3º, 4º sin fuerza, 5º deslucido, bravo el 6º.
Enrique Ponce, pizarra y oro. Metisaca, espadazo algo trasero (oreja). En el cuarto, pinchazo y estocada trasera. Aviso (oreja). Salió a hombros por la Puerta Grande.
David Mora, tabaco y oro. Bajonazo (saludos). En el quinto, espadazo tendido. Dos descabellos. Aviso (saludos).
Varea, de blanco y oro con cabos negro. En el de la confirmación, estocada atravesada. Varios descabellos (silencio). En el sexto, pinchazo y estocada entera. Aviso (ovación de despedida).