Manolete parece un ciprés frente a Santa Marina. No hay nada funerario en él. Tampoco lo mueve el viento, ceñido al bronce, reposando sobre la piedra. La figura cae, no se eleva, está allí, a punto de andar. Los dos caballos que relinchan en silencio se desbocan a medias, coartado el movimiento, sin brusquedad, sin la exageración de la tragedia ni el desgarro. Da la bienvenida la composición, no despide, simplemente está, como lo es Córdoba, elegante, adusta, sin estridencias, siseante, rebajada la espuma, honda, grasiosa. Corta el sarcasmo, árido y seco. “Te ha matao un toro, ¿no, padre mío?”. Desde Linares, Manolete volvió al barrio y hoy cumple cien años.
“Manolete sigue vivo en la ciudad. Está muy presente. En cualquier taberna hay fotos suyas, esculturas. Parece un vecino más al que te encuentras por ahí”, explica Fernando González Viñas, historiador, comisario de los actos organizados por el Ayuntamiento de Córdoba para celebrar el centenario y escritor. “Existen todavía algunos que lo vieron torear y se mantiene su chalé, donde la madre vivió hasta los 99 años”. En la Avenida de Cervantes una inmobiliaria ocupa la casa blanca, rodeada de pragmatismo y abandonada, casi secreta. La jaula del monstruo, como la llamó K-Hito. "Perteneció al padre de Ortega y Gasset", recuerda Fernando.
¿Es indescifrable Manolete? “Fue un hombre de muchas aristas. Se ha tenido como persona muy seria pero era bromista con los amigos, alegre. Hay fotos suyas sonriendo. Hubiera sido interesante conocer a un Manolete en una época en la que se pudieran dar opiniones políticas. Tenía muy claro lo que tenía que hacer en la vida. Lo demostró en Linares y en otras circunstancias, como cuando se fue con Lupe Sino a México. Manolete sabía quien era. Por encima de las circunstancias actuaba así”, escudriña González Viñas, que ha escrito la última biografía sobre el matador de toros, Manolete, biografía de un sinvivir (Almuzara). “Por mucho que hayan intentado desnudarlo sigue existiendo ese misterio, que es una atracción. Pasa como en el cine y la literatura. Su magnetismo se mantiene con el tiempo, no hay nada más interesante”. Él ha intentado descubrirlo en el enésimo repaso que se ha hecho de su vida. “Era necesario: las biografías anteriores se han quedado algo anticuadas”, señala. “Hay varias leyendas que no son ciertas y había que poner la verdad delante, lo he hecho como historiador”.
A Manolete se le acusa de franquista en tiempos en los que era imposible no serlo, utilizado por la propaganda de la dictadura. “No hubo connivencia franquista. En realidad estaba bastante despegado del régimen. En México se entrevistó con exiliados republicanos y es mentira que no quisiera torear porque allí ondearan las banderas de la república: en La México no había banderas”. Tampoco existía una relación enferma con su madre, doña Angustias. “Se ha visto siempre como algo edípico. Se habla de que no podía tener cariño por otra mujer. Es mentira. Ahí está la relación con Lupe Sino y el verano que pasa con ella en Fuentelencina en el 46”. Ni mató a ningún soldado en la plaza de toros de Badajoz. “Hablan de que los estoqueaba para entrenarse. No estuvo en Badajoz durante la guerra, ni pegó un tiro”, asegura el autor.
La vida se le va truncando al mostruo a la vez que se hace gigante. Manolete vivió con la quemazón de estar incomprendido. El icono, el hombre que revolucionó el toreo, muere lentamente hasta desembocar en Islero. “Sus últimos años en la profesión fueron muy duros. En el 47 toreó en España tarde, entrado ya el verano. Todo le hizo daño. Él mantenía el nivel en el ruedo pero la crítica y el público cambiaron. Luego esa imposibilidad de juntar a su familia con la mujer a la que quería también le afectó”.
Lupe Sino pasó a la historia como la mujer que perdió a Manolete, el veneno que diluyó al torero. Había una necesidad machista de justificar la idealización del recuerdo: no habría ya nunca un Manolete como el primero. “Hasta después de 1997 no se podía hablar de Lupe Sino en Córdoba. Los actos del 50 aniversario de su muerte rompieron el tabú. En los del centenario, una sobrina de Manolete ha pronunciado por primera vez su nombre. ‘Aquella muchacha’. Te la jugabas hasta entonces. La madre representaba a la ciudad y a la decencia. Y Lupe, por culpa de los biógrafos del matador, era la mala y la innombrable”. Manolete fue feliz a su lado. “El resto lo querían sólo para él. Excepto Chimo, el mozo de espadas, la cuadrilla estaba en contra de la relación. Álvaro Domecq también. Veía en ella todos los males”. Fue el encargado de no dejarla pasar a la habitación cuando el cordobés agonizaba. “Eso te da una idea de hasta qué punto no es dueño de su vida, de la situación que había”. Lupe Sino pasó las siguientes horas apartando las moscas del cadáver.
En México y Fuentelencina, un pueblo de Guadalajara donde disfrutó de su último verano, encontró un espacio en blanco. Manolete lo fue allí. “Cuando llegaba a México se veía querido. Era como volver a empezar. Los mexicanos no habían visto torear a nadie como él. Silverio Pérez no quería torear con él. ‘Hay que estar loco para ir detrás’, decía”. La voz de Manolete vuelve desde el otro lado. El único documento sonoro que existe es una pieza suya cantando flamenco en una fiesta [minuto 2.25]. “Fue su paraíso”.
Antes de que las masas lo devoraran, había llegado a la cima: el ejemplo en la España de la posguerra, vencida por los dos flancos, de que se podía prosperar. Manolete era alguien en una época de anónimos. “En el libro trato de situar al personaje en su contexto. Hablar de él como lo que fue. Su presencia era esencial. Hacía campañas publicitarias, vestía como un dandi, marcó un estilo. Estaba alejado de la soberbia y fue muy solidario sin que apenas se supiese”. Una parte del mundo no se puede entender sin él. “Estaba en boca de todos. Los años 40 son suyos. Sigue en boca de todos”. Islero, Miura, Manolete, una iconografía en el subsconsciente del país.
En Córdoba hay un par de grafitis con su perfil repartidos por la ciudad. La efigie definitiva está en Conde de Torres Cabrera, donde nació. Otro busto en la plaza donde toreó por primera vez de salón. Se podría hacer un recorrido a través de los recuerdos, como si se le palpara el brazo. Un traje de luces por allí, las zapatillas estas, aquella cabeza disecada.
La presencia da un poco de sombra a la ciudad, a la entelequia de barras de bares, a la personalidad tallada por el horno en el que se hunde el lugar, a la filosofía pasota, agostada. Su padre murió cuando tenía cinco años. “Fue muy importante la influencia de la madre”, a la que se agarró. Junto a su familia, un hervidero de mujeres, hermanas, primas, se mudaron a Santa Marina.
En la plaza de la Lagunilla comenzó a construirse el relato. “La parte taurina es fascinante. Introduce una nueva manera de torear, más cercana al toro y en la faena establece una concepción teatral: planteamiento, nudo y desenlace”. En los tendidos se observa la onda expansiva de su descubrimiento. "La gente se volvía loca, se frotaban los ojos, se ponían de pie". Los torerillos de la Merced no podrían ni imaginar que entre ellos estaba el elegido. “Nunca olvidó sus orígenes. Estuvo a la altura de lo que fue como torero”. Volvió a Córdoba por el camino más recto: bajo la espada se cruzó un Miura. “Hablaba con la prensa más de lo habitual entonces. Dejaba caer que se quería retirar. Si no muere en Linares, a lo mejor termina en septiembre la temporada y se va”. Un suero en mal estado, todas las teorías, las fotos de Canito repartidas por el universo. Nada sacude la paz de Córdoba, sólo ha vuelto. “Muchas veces se vio muy presionado. No fue libre para tomar algunas decisiones”.