La máxima de Juan Belmonte, "se torea como se es", nunca aplicó de manera tan certera como en la figura de mi tío y padrino, Pepe Luis Vázquez Silva, santísima trinidad del toreo: la naturalidad, Dios padre; el temple, Dios hijo, y el arte, Dios espíritu santo. Indisociable el torero de la persona, rebosaba una apabullante sencillez, puro contraste en estos tiempos líquidos, de tanta artificialidad.
Recuerdo que, en un homenaje que le dieron en Sevilla, hará cosa de 12 años, nos contó una anécdota con un aficionado amigo suyo, que había catalogado su toreo como "de una élite para una élite". Él, con cierta guasa, le matizó: "Entonces no soy casi de nadie". No estábamos más de 20 personas en aquel acto.
"¿Y para qué queremos más?", supongo que pensaría en su fuero interno. "Estamos los que tenemos que estar", le imagino añadiendo en ese momento. Claro que la sencillez le bombeaba por las arterias. No podía ser de otra manera, siendo su padre, Sócrates del toreo, quien el día en que le plantearon tener una estatua en Sevilla, frente con frente a su plaza de La Maestranza, respondió: "No quiero más monumentos de los que ya tengo, siete hijos y 12 nietos". Ahí es nada.
Recientemente, en un reportaje que le hizo nuestro compadre Eduardo Dávila Miura, Pepe Luis, eterno niño de Pepe Luis, al desnudo, confesó: "Es más fácil mentir con la palabra que con la muleta. Para estar regular, prefería no estar". Cosa poco común, anteponía la bronca a perder su esencia.
Siempre rehuyó el aplauso. No vistió un traje de luces en busca del reconocimiento. Sólo se puso delante del toro para derramar tanta sensibilidad y bondad como le brotaba desde adentro. La única pulsión que le movió en el ruedo fue su forma (única) de expresarse, sin alharacas, sin adornos. "De rodillas, ni en misa", le espetó a un muchacho, aprendiz de torero, en la finca de Julio Aparicio.
Hoy, que todavía no logro asimilar su muerte, tan repentina -¿cómo me haces esto, joío?-, me vienen en cascada los muchos recuerdos que tengo a su lado. Claro que no alcanzo a retroceder hasta mi bautismo, con él supervisando cómo el cura me echaba el agua bendita (he visto las fotos), pero sí que tengo al alcance las muchas tardes de tentadero.
O los diálogos, a ratos en prosa, a ratos en verso; invocando a los Machado y, cómo no, a Pernía, al calor de la chimenea de El Canto, ese paraíso que nos legó el abuelo en Carmona y donde le ha llegado el viaje definitivo. En soledad y en silencio. Así tenía que ser.
La última vez que fui a visitarlo me despidió desde la verja del patio, con el pozo blanco. Me gustaba verlo por el retrovisor, varado sobre el albero, agitando su mano, mientras su imagen se perdía entre el polvo del carril. Hasta que yo no viraba del todo, él no volvía a entrar en la casa.
Hace mes y medio, por su cumpleaños (queridos colegas periodistas, no insistáis, no tengo ni idea de cuál era su edad) le mandé un mensaje a deshoras: "Padrino, que me tienen trabajando con las europeas y no he parado en todo el día. Muchas felicidades !!!! Un beso fuerte y espero verte pronto". A los minutos: "Muchísimas gracias, querido ahijado. Claro, cuando vengas por aquí me avisas, un beso muy fuerte!".
No llegué a ir de nuevo. Y mi consuelo ahora es la filmina de la memoria, donde reproduzco a cámara lenta cada fotograma: los paseos por el campo, las reuniones familiares en la casa de Beatriz de Suabia, la faena de Granada, sigo esperando a que termine el último natural. Su gesto cogiendo los trastos, como él llamaba al capote y la muleta, en una plaza de tientas.
Agarraba los avíos de torear con la misma suavidad con la que sostenía la copa de fino. Me resultan indelebles esos andares cuadrándose ante el animal, milímetro a milímetro, con la misma delicadeza del que se sienta a esperar al pájaro perdiz. O su compás sordo, cantando por soleá, el palo que más le gustaba del flamenco, su verdadera pasión. "Es imposible torear bien si no te gusta el flamenco", me aleccionó un día que íbamos en el coche camino de un tentadero a casa de Morante de la Puebla.
Por aquel entonces, invierno de 2017, estaba preparándose para su reaparición. La fraguó en secreto, a escondidas. Igual que su primera despedida, en 2012, en Utrera; o su debut, a finales de los años 70. Con la España taurina expectante ante la continuidad de una dinastía troncal, no tuvo otra idea que irse en autobús de línea a Lloret de Mar para torear su primera novillada. Prácticamente sin decir nada a nadie, para que no se enterara el abuelo, que se mostraba más que reacio a que los suyos probaran suerte en tan difícil mundo.
Menuda losa aquella. La de ser "el hijo de". A veces, pesó más de la cuenta. No importa. Quienes tuvimos la fortuna de emborracharnos con su arte, benditos los "casi nadie", lo hicimos. En aquellos comienzos a finales de los setenta, él solía decir: "Todo lo que pase, será para bien". Y así fue.
A medio camino entre la amargura de ese pozo que asfixia a los seres tan sensibles, "para torear te tiene que doler el alma", y la gracia infinita que caracteriza a un puñado de andaluces sabios, mi padrino ha pasado por la vida igual que por los ruedos, sin hacer aspavientos.
Una de sus mayores obsesiones era el sentido de la medida y recitaba con cierta frecuencia un proverbio machadiano que decía: "Es el mejor de los buenos, el que sabe que en esta vida, todo es cuestión de medida, un poco más, algo menos".
De la oscuridad de la salita donde mi abuelo, ciego en las postrimerías de su vida, pasaba el tiempo, "echando los días fuera", me iluminan los versos proféticos de un fandango. Hoy son mi tabla de salvación. "Aunque me voy, no me voy / Aunque me voy, no me ausento / Aunque me voy de palabra, me quedo de pensamiento". Hasta siempre, padrino. Te quiero.