La relación con la verdad siempre ha sido compleja. Desde las etapas más tempranas de nuestra formación como personas descubrimos que una cosa es la realidad y otra nuestra percepción de la realidad. Así vamos forjando la diferencia entre lo que es y lo que nos gustaría que fuera. Esta distancia es clave para acercarnos al fenómeno de la mentira. La verdad requiere esfuerzo, muchas veces es ingrata. La mentira, sin embargo, es fácil y aporta ventajas a corto plazo. Como toda tentación se ha construido para captar adeptos con facilidad. Y así ha sido desde siempre. Pero ¿por qué tenemos la sensación de vivir en un periodo especialmente mentiroso? La clave está en el impacto de la revolución tecnológica en nuestra sociedad y en sus procesos comunicativos.

La comunicación ha sido un activo estratégico del poder a lo largo de la historia. Desde la más remota antigüedad, el acceso a los códigos informativos estaba restringido a grupos reducidos de personas como los escribas o los monjes. La combinación de imprenta y revolución burguesa amplía el perímetro comunicativo. Aún así, la división de poderes propuesta por Montesquieu se complementa enseguida con el denominado cuarto poder y, de alguna manera, todo queda en casa. Este equilibrio comunicativo que define la estructura política, social y económica del siglo XX se rompe con la llegada de las redes sociales. La jerarquía de emisores y receptores da paso a la transversalidad del emiceptor, la solvencia profesional del periodismo se somete sucesivamente al estrés del denominado periodismo ciudadano, de los influencers entregados a la fascinación de todo tipo de tendencias hasta llegar a la figura de los radicales libres: micro influenciadores con una gran carga dogmática, con una gran capacidad de arrastre entre usuarios de redes y con un sesgo antisistema.

Las redes empoderan comunicativamente al conjunto de la sociedad, pero también la aturden en lo que respecta a ese terreno gris que circunda la verdad, la percepción y la pura mentira. Por ejemplo, en España el 86,3% de la población afirma mostrarse muy interesado o bastante interesado por lo que sucede a su alrededor. La misma base demoscópica considera que los medios mienten mucho o bastante en un 73,8%. Y las redes todavía más, 78,5%. Más allá de los sesgos que acompañan a cualquier encuesta, la muestra del Proyecto Culebras que desarrollamos en colaboración con la Universidad Complutense de Madrid evidencia que nuestra composición de lugar es poliédrica (nos alimentamos de muchas fuentes), autocomplaciente (no dejamos que la realidad cuestione nuestra percepción) y perezosa (contrastar noticias es una tarea de minorías).

La mentira vive un momento dulce porque ha multiplicado de manera exponencial sus nodos de propagación. Es una cuestión tecnológica, pero también social. Desde la crisis económica del 2008, el mundo que conocíamos se ha visto sacudido por un incremento de la desigualdad social, un empeoramiento objetivo de las condiciones climáticas y por una pandemia que ha cuestionado nuestra superlativa divinidad. En fin, que mentimos básicamente porque necesitamos vernos de manera muy distinta a lo que somos. El problema radica en que nunca hemos necesitado tanto la verdad como ahora. Luchar por su recuperación no admite demora.